Era el día señalado. Del armario sacó un traje de orgullo, aquel con el que un día se comió el mundo. En el perchero ahorcó la angustia que la atenazaba. Abrió el grifo y dejó correr el agua mientras dejaba que su frustración se diluyera en ella. En el primer cajón del mueble que aun quedaba en el salón encerró el cansancio, ese que los turnos dobles habían convertido en su sombra. Escondió debajo de la cama su impotencia, ahogó la tristeza en un par de copas de vino, abrazó a su pequeña que la observaba preocupada desde un rincón de la cocina y, por fin, cerró la última maleta. Estaba preparada.
Se acercó a la ventana, subió la persiana y la luz fue tan intensa que ni sus ojos pudieron soportarla.
- Te lo dije mamá, no se puede guardar un secreto en una casa con tanto eco.
(Ya está bien)