martes, 14 de febrero de 2012

Historias

Todos tenemos nuestras historias, a veces las sacamos y otras nos las quedamos dentro. Unas son para ser escritas, otras para ser contadas a grandes voces y otras, quizá las mejores, para ser contadas en voz baja y al oido. Aquí aparecerán de vez en cuando algunas de esas que sirven para ser escritas o, lo que es lo mismo, que sirven para ser leídas.

 "El libro incompleto" será la primera pero seguirán más y, espero, mejores...

El libro incompleto (I)

-       ¿Sabes? , hoy he estado pensando en ti, en las curiosas circunstancias en las que nos  conocimos y que, aun hoy, ignoras.
-       Recuerdo perfectamente ese día. Me acerqué a tu casa para…
-       No  – me interrumpió. – Esa es la parte que tú conoces, la punta del iceberg. Pero la historia se remonta  mucho tiempo atrás... Siéntate Al, excavemos juntos la superficie y hagamos buen uso del hielo que extraigamos ¿o tienes algo mejor que hacer?

Estaría de más decir que obedecí, nunca me habían defraudado sus historias y menos aun lo iba a hacer una en la que yo, de alguna manera, iba a ser protagonista.
Y es que él es un tipo como ninguno que haya conocido, las tardes que pasamos juntos  siempre hacían que el tiempo se encogiera, posiblemente fuera consecuencia del  Cardhu “on the rocks” que fluía de las estanterías de su salón a nuestros vasos o de su inagotable manantial de sueños que no dudaba en compartir conmigo.  Barba canosa de tres días, cabellos prematuramente blancos, desgarbado en el vestir y agrio de carácter, tan sólo diez años nos separaban aunque parece que él hubiera vivido ya muchas vidas.  Solitario, taciturno en ocasiones, no era hombre de  alocadas excursiones nocturnas y en su interior fluía la sangre de un soñador eterno. Su imaginación inquieta y  su espíritu inconformista le daban un aire de niño grande. Reposaba ahora en ese  sillón que hacía las veces de trono sujetando un vaso  siempre lleno que usaba como bastón de mando. De esta forma tan propia, tan suya, comenzó a desgranar momento a momento, paso a paso,  detalle a detalle la curiosa historia que me había llevado hasta allí…
«La  mañana de aquel día no sabía muy bien donde dirigirme, era uno de esos domingos que pasarían a la historia de la mediocridad, o al menos eso creía. Mis pies se movían sin rumbo fijo por las calles de Madrid y me sentía como el capitán de un barco que usaba un dado como brújula para orientarse  en un mar de gente cuyo destino  parecía más estable que el mío. Nadie reparaba en mí y ese buscado anonimato me reconfortaba de alguna manera.
 Aquel fin de semana había sido emocionante, intenso en experiencias y repleto de amigos nuevos y viejos. Un banquete servido en una mesa cubierta por un mantel amarillo, presidida por la despreocupación y al que  tenían vetada su entrada los lamentos, las quejas y la autocomplacencia. Las penas bailaban por soleares y corrían el tinto y la cerveza. 
Me veía a mi mismo observando a los allí reunidos, gente con la que había compartido grandes momentos, momentos que conservaba en mi mente como se conservan la orla de tu graduación en el instituto o aquellas medallas que reconocían tu habilidad con un balón entre los pies cuando aun no levantabas dos palmos del suelo. Cosas que siempre estarán contigo pero en las que rara vez reparas. Ese fin de semana aquellos objetos cobraron vida y se descolgaron de las paredes donde acumulaban el polvo de la indiferencia.
Recuerdo que, ensimismado en mis pensamientos, dejaba ya atrás la Plaza Mayor cuando una peculiar melodía captó mi atención, doblé la esquina buscando el origen de aquel sonido y, al hacerlo me encontré con un hombre de avanzada edad sentado a horcajadas en una silla de mimbre,  frente a él tenía  una pequeña mesa plegable cubierta por un tapete negro sobre el que se extendían en estudiada formación dos docenas de copas de balón. A su lado,  una caja metálica reposaba en el suelo  abierta como las fauces de un león esperando calmar su hambre a base de monedas.  Tardé unos instantes en reconocer lo que escuchaba, era un fragmento de El Cascanueces de Tchaikovski y me asombró el hecho de que  el mero contacto de las yemas de unos  dedos con el borde del cristal extrajera de las copas el suspiro deseado con la intensidad adecuada, como si agradecieran de esa manera la sutileza del trato recibido. Las copas estaban medio llenas unas, medio vacías otras pero todas tenían su cabida en algún momento durante la vida de la pieza interpretada,  esta idea me arrancó una sonrisa inconsciente que se vio interrumpida por los tímidos aplausos de los congregados alrededor del músico que agradecían de esta forma tan noble como inútil, el talento de aquel artista callejero. Rebusqué en mis bolsillos y encontré un par de monedas que deposité en la caja, en la cara de aquel hombre se dibujó una media sonrisa mientras inclinaba levemente la cabeza como diciendo: “Gracias por no aplaudir”
Más animado, continué mi camino escogiendo las calles al azar… Como te iba contando, les observaba con tal atención que todo lo demás parecía ralentizarse. Mis ojos actuaban del mismo modo que lo haría  una cámara fotográfica: enfocando unos detalles y desenfocando el resto tratando de sacar esa instantánea que me hiciera ver más allá de sus sonrisas. Al cabo de un rato cuya duración no sabría precisar me convencí de que nada podría empañar aquel homenaje a los recuerdos. Dormiríamos poco porque ya estábamos soñando despiertos, despertando sueños dormidos en la noche de los tiempos. La certeza del despertar formaba parte de la magia del momento.
Casi sin darme cuenta, había llegado a la plaza de Santa Ana, la plaza era un hervidero de gente que abarrotaba las terrazas y disfrutaba de un sol de Junio que aun a esta hora no daba todo lo que podía. Me quedé un rato en el centro, estudiándolas, jugando a descubrir aquella en  la que no me hubiese sentado en alguna ocasión, alguna novedad inesperada que me llamara la atención, pero no hubo suerte.
Enfilé el barrio de las letras con la impresión de ser una nota discordante, el caudal humano bajaba con una celeridad que yo no estaba dispuesto a respetar. Me veía a mí mismo como la rueda de una noria de agua que se negara a trabajar al ritmo que la corriente que la impulsaba le imponía, y creara uno propio más lento, más pausado, más de domingo… Me preparaba a mi manera para cruzar otro puente, otro de esos puentes imaginarios que unen dos momentos plenos, vitales, felices. Nunca sabía que distancia tendría que recorrer sobre ellos ni el tiempo que tardaría en hacerlo y me preguntaba si la felicidad consistía en aprender a construir puentes más cortos  o, si por el contrario, el secreto estaba en la forma de atravesarlos para así hacer que  su longitud careciese de valor. Me sentía como aquel reloj de Papini que sólo daba señales de vida a las siete de la tarde y  sólo a las siete de la tarde se sentía en comunión con el mundo, formando parte de él. A mí me acababan de dar las siete y cinco… Esta extraña idea de felicidad por capítulos me provocaba una incómoda sensación de desasosiego y apatía. Agradecí entonces que, al llegar al Paseo de Recoletos, el sonido de los coches la expulsara de un plumazo.
La feria del libro atraía a todo tipo de visitantes: ávidos lectores de corte intelectual, cazadores de best-sellers, románticos sin cura, caza autógrafos… Familias enteras deambulaban por los puestos con más ánimo, intuía, de cotillear y pasar el rato que de adquirir enciclopedias. Los puestos se situaban a lo largo de las dos orillas del atestado paseo, cada uno de ellos tendría unos cuatro metros de ancho por cerca de tres de fondo. En la zona delantera,  disponían de un mostrador horizontal que permitía a los visitantes hojear cada volumen ante la atenta mirada del librero, tanto las paredes laterales como las posteriores  estaban forradas de libros ansiosos por contar sus secretos a quien quisiera escucharlos. En la parte superior un saliente a modo de tejadillo ofrecía a los clientes sombra en días calurosos y protección frente a la lluvia si, como era habitual, hacía acto de presencia durante la feria y, a modo de corona, cada puesto mostraba orgulloso un número  identificativo sobre fondo azul en unos casos y rojo en otros.
El 114 parecía un puesto distinto por varias razones. Para empezar era el único construido en madera lo que le confería un punto de rústica humildad si lo comparamos con el plástico endurecido de sus vecinos, estaba pintado en tonos rojizos frente al pulcro e impersonal blanco roto que lucían éstos y su tamaño era sensiblemente menor. Los libros que allí reposaban, a pesar de haber sido ya leídos en alguna ocasión, o quizá debido a ello, tenían un encanto especial. Me aproximé para echar un vistazo, el olor a rancio del papel viejo mezclado con el del cuero de las tapas repujadas de algunos ejemplares me cautivó, comencé examinando de izquierda a derecha: libros y cuentos infantiles  seguidos por milenarias recetas de cocina, luego religiosos, autoayuda, fantasía… Mi mano derecha pasaba sobre ellos mientras leía los títulos impresos en los  lomos, se entretenía algo más sobre aquellos que ya  había leído dándome tiempo a recordar su historia si es que quedaba algo que mereciese la pena conservar. De repente, se detuvo como lo haría la varilla de un zahorí al descubrir un pozo de agua subterránea, el libro que llamó mi atención era una edición de bolsillo de  Momo, de Michel Ende... Lo cogí y comencé a pasar hojas lentamente, nada tenía de especial aquel  libro salvo el hecho de que  aquí y allá aparecían anotaciones en sus márgenes, frases sueltas escritas con una letra firme, decidida y, hubiese jurado, femenina. Durante un buen rato  me entretuve leyendo esas notas  siempre vitales y optimistas que daban un valor añadido a la historia y observando los fragmentos subrayados que me hacían recordar al mismo tiempo como me sentía yo al leerlo por primera vez. Hasta que, de repente, en la página 87, las anotaciones finalizaron.
 La última frase escrita era distinta a las demás. Estaba ubicada en la zona inferior de la hoja, su  tamaño era  mucho más grande que todas las anteriores, su trazo era indeciso y no mantenía para nada la horizontalidad de sus predecesoras, tanto es así que invadía buena parte del texto impreso.  Daba la sensación de haber sido realizada bajo un estado de gran cansancio o somnolencia. Como si de un grito entre dos montañas se tratara, había dejado su eco en las páginas posteriores, tal fue la fuerza ejercida contra el papel al escribirla. Decía así:
                 “A quién lo lea, ya no me queda tiempo, todo lo que tenía lo invertí y, fatal destino, lo perdí.”
Desde este  punto hasta el final del relato, el libro aparecía impoluto.
Ya me conoces bien. La curiosidad empezaba a adueñarse de mi voluntad y sabes que cuando esto sucede, suele vencerla. Ansioso,  revisé de nuevo el libro y, en la primera página, como escondido de ojos indiscretos, descubrí lo que quería y que, hasta ese momento, me había pasado desapercibido. En la esquina inferior derecha, aparecía un nombre y una dirección
Ana de la Roda Hidalgo. C/Montesa nº 3
No necesitaba más…
En ese momento me percaté del nerviosismo que empezaba a apoderarse del librero, éste era un señor de avanzada edad parapetado tras una poblada y blanca barba que no paraba de dar caladas a una pipa mientras leía el periódico y me miraba de reojo. Si en ese momento hubiera sonado un teléfono y él hubiese contestado la llamada desapareciendo de mi vista, hubiera salido corriendo con el libro tal y como Bastian hizo en la librería del señor Koreander. Pero no ocurrió y, en su lugar, dando un merecido descanso a su pipa, me preguntó:
-       ¿Vas a llevártelo?
-       Sí. – Respondí inmediatamente.

Me sorprendí a mi mismo con un ‘sí’ que salió sin avisar, sin pensar. Y es que, cuando el misterio es demasiado grande, no es posible ignorarlo. Pagué al librero los cinco euros que me pidió y seguí mi camino sin entender aun del todo qué hacía con ese libro en la mano.
La una del mediodía, a pesar de las pocas horas de sueño y de no haber desayunado, ni el cansancio ni el hambre habían hecho acto de presencia aun. Me senté en el primer banco vacío que pude encontrar y traté durante largo rato de racionalizar lo que, impulsivamente, ya había decidido hacer. ¿Quién sería aquella persona? ¿Qué le habría ocurrido? ¿Por qué un cambio tan radical de actitud?. Localicé en la primera página la fecha en la que aquella edición fue  impresa, habían pasado cinco años.  Resultaba probable, por tanto, que aun mantuviera su domicilio de entonces. Además, si había algo que a mí me sobraba aquel día, era precisamente aquello de lo que ella afirmaba carecer: tiempo. Una tras otra fui desgranando las razones que me llevarían a buscarla mientras, inconscientemente, rechazaba aquellas que me recomendaban lo contrario. De esta manera, a través de extraños procesos mentales que a ti ya no deberían sorprenderte, impulso y razón se dieron la mano y, juntos, se levantaron de aquel banco emprendiendo un camino que no existía y que, nunca mejor dicho, se hacía al andar.
Bajé hasta la estación de Atocha, una sombra de duda planeó sobre mi cabeza al percibir que el tren que entraba en ese momento en la estación era el que debía coger para llegar a casa, por un momento pensé en olvidarme de todo y comenzar a atravesar el puente que ya aparecía titánico y grotesco ante mí. No lo hice.
Al cabo de media hora me encontraba paseando por la calle Goya, cerca de mi destino. Recuerdo aquel trayecto como caminando por una nube, nada de lo que me rodeaba parecía tener importancia, los sonidos llegaban hasta mí amortiguados y mi atención giraba únicamente alrededor del libro que sostenía y de sus misteriosas anotaciones, anotaciones que fui consumiendo una a una a cada paso que daba. Mi caminar era el pedaleo constante del ciclista que, mientras sube la montaña, encuentra su ritmo y sabe que nada podrá impedir que culmine el ascenso.
Giré a la izquierda en la calle Montesa y, al momento, me encontré de bruces con el edificio que buscaba. Se trataba de un edificio de cinco plantas con fachada de ladrillo. Resultaría uno de tantos de no ser por la esquina orientada al este cuyos ventanales con formas redondeadas parecían querer salir de su estructura original desafiando a su manera la ley de la gravedad. La entrada al mismo estaba formada por dos puertas acristaladas, la más pequeña situada a la derecha iba destinada al personal de servicio y descendía directamente  a los sótanos del edificio, la más grande comunicaba con el vestíbulo de entrada. Agradecí que la puerta estuviera abierta ya que, de no ser así, no hubiera sabido a qué piso llamar. El vestíbulo era una estancia amplia, a mi derecha grandes plantas de interior hacían las veces de tabique e impedían observar las escaleras de servicio que descendían a su espalda, a la izquierda un gran espejo a media altura ocupaba gran parte de la pared. Al fondo aparecían las puertas de un viejo y destartalado ascensor así como el mostrador de conserjería. Toda la estancia tenía las paredes forradas en madera oscura, aquí y allá aparecían apliques de pared que iluminaban cuadros de pequeño tamaño, era una decoración clásica que me hacía pensar que allí habitaba gente de avanzada edad indiferente ya al correr de los tiempos y, lejos de tranquilizarme, esta idea me inquietó bastante
 Me  acerqué al mostrador, no había nadie. Las escaleras de subida se situaban a la derecha del ascensor y, debajo de estas, parecían estar los buzones de los pisos. Hacia allí me dirigía cuando, de repente, una voz apremiante me preguntó qué deseaba. Detrás de mí apareció un hombre de mediana edad, escaso pelo y muy poca estatura. Su voz, aunque amable, dejaba entrever cierta contrariedad. Iba ataviado con un traje gris, camisa blanca y corbata negra todo de una talla superior a lo debido. Sobre la solapa de la chaqueta, una tarjeta identificativa me hizo saber que su nombre era Felix. Lo absurdo de mi presencia allí, su timbre de voz, su aspecto y la brusquedad de su aparición me obligaron a realizar un gran esfuerzo por contener la risa.
Cuando me hube librado de aquella tentación pregunté a aquel hombre por Ana de la Roda, al hacerlo su rostro se endureció y, no conforme con lo que escuchaba y veía, continuó indagando por mis intenciones.  Aquella reacción me sorprendió y comencé a titubear lo que provocó que su desconfianza aumentara y,  en ese momento, justo cuando pensaba que iba a echarme de allí con cajas destempladas, las puertas del ascensor se abrieron. Una señora elegantemente ataviada apareció ante nosotros e hizo gala de aquella curiosidad natural que, con la edad, se va haciendo cada vez más impudorosa. Su mirada desprendía, no obstante, cierto aire de inteligencia. Delgada en extremo, zapatos de tacón alto, cabello con tinte amarillo, de sus manos y cuello deduje que su edad era más avanzada de lo que cabría suponer.
-       ¿Ocurre algo Felix? - Preguntó
-       Este caballero desea ver a Ana de la Roda.

En ese momento me vi sometido a un riguroso y descarado examen por parte de cuatro inquisitivos ojos que mostraban, a mi entender, más celo de lo que la profesionalidad o la curiosidad por lo ajeno exigía. Los ojos de la señora me escanearon de abajo a arriba y, hubiese jurado, se detuvieron un instante al apreciar el libro en mis manos, desde ese punto y sin ningún entretenimiento más, buscaron directamente los míos y allí se quedaron durante un tiempo que a mí me pareció una eternidad. Mantuve como pude su mirada, la situación era tensa y Felix dio fe de ello con un sonoro carraspeo…
-       Arriba, hasta que no puedas subir más. – Dijo a aquella mujer como despertando de una sesión de hipnosis.
-       Ten cuidado. – Añadió

Dicho esto, continuó su camino como si nada hubiera pasado y se perdió calle abajo. Abrí la pequeña puerta doble de aquel ascensor dispuesto a subir no sin antes despedirme del pequeño portero, intención esta que no pude llevar a cabo pues había desaparecido con la misma habilidad con la que había hecho acto de presencia. Cerré  y pulsé el número cinco con un creciente y ya imparable cosquilleo en el estómago. Mientras ascendía tenía la extraña certeza de que aquel libro había sido la llave que me había permitido llegar a la última parada de aquel extraño viaje.

El libro incompleto (II)

El libro incompleto (I)

Una vez fuera del ascensor, me encontré en un pequeño distribuidor que daba acceso a dos viviendas situadas una a cada lado. Entre ambas había un pequeño tramo de escalera que ascendía hasta una  puerta de chapa entreabierta a través de la cual penetraba la luz del sol. Recordé las extrañas palabras de aquella mujer “Hasta que no puedas subir más” así que atravesé la pequeña portezuela y me encontré en la azotea del edificio.
Ya en el exterior no pude evitar que la luz me cegara durante unos instantes, cuando me hube recuperado comencé a andar lentamente. El suelo estaba recubierto por pequeñas piedras de río por lo que, a cada paso que daba, mis pies emitían un sordo crujido que acababa con cualquier esperanza de sigilo que pudiera albergar.  El viento, a estas alturas, se entretenía chocando suavemente con  la estructura que albergaba las máquinas del ascensor así como con una serie de angostas chimeneas y torres de ventilación que, sin aparente orden, aparecían por doquier  aquí y allá, provocando un agradable silbido que subía y bajaba continuamente de intensidad.
Allí estaba, a unos pocos metros de distancia. La vi sentada, dándome la espalda, sus manos se apoyaban en el suelo y sus pies colgaban, temerarios, en el vacío. De no ser porque el viento jugaba con su pelo, hubiera podido pasar por una de esas gárgolas medievales que decoraban las fachadas de algunas iglesias. Su pelo era negro como el azabache y caía libremente hasta bien entrada la espalda.  Vestía un pantalón vaquero azul y una camiseta blanca de manga corta, a su lado había una mochila de color rosa de la cual se desprendía un cable que se perdía alrededor de su cuello, el sonido de la música que escuchaba llegaba hasta mí tan deformado que no pude reconocerlo. Se protegía la vista con unas gafas de sol oscuras, algo que, sin duda, yo también hubiese hecho.
Mientras me acercaba haciendo crujir el suelo a cada paso que daba, caí en la cuenta de que no tenía ni la más remota idea de lo que iba a decirle, después de haber dado la vuelta a mil situaciones posibles, me había dejado en el tintero lo esencial así que, al llegar cerca de su posición dije aquello que constituía la base del noventa y nueve por ciento de las relaciones de cualquier tipo establecidas a lo largo de la historia de la humanidad.
-       Hola

El efecto fue desalentador, no se movió un solo músculo de su cara (ni de cualquier otra parte de su cuerpo), desde donde me encontraba pude apreciar un rostro de facciones agraciadas, era una mujer guapa, de tez blanca, esbelta figura y, estimé, 1,70 de altura. Calculé que rondaba los treinta y cinco años,  eso es todo lo que pude sacar de ella. Información que, sin dejar de ser importante, no me satisfacía. Dicen que la mirada expresa lo que los demás sentidos intentan ocultar y, de momento, no parecía probable que me regalara una.
Superando mi temor a las alturas tomé asiento a su lado, a la suficiente distancia como para no invadir su espacio pero lo bastante cerca como para afirmar que no pensaba irme todavía. Mis pies, como los suyos, colgaban ahora del vacío. Volví a intentarlo:
-       Tengo algo que creo te pertenece.

Un casi imperceptible movimiento de cabeza me dio a entender que, a pesar de la música, había escuchado lo que decía. Alentado, continué:
-       Es un libro que, por azar, ha caído en mis manos. – Dije mientras jugueteaba con él entre ellas
Una leve presión de su dedo sobre el reproductor situado en su mochila hizo que la música se desvaneciera, tan sólo el lejano rugir del tráfico y los silbidos del viento se oían ahora. Giró el cuello levemente y levantó la mirada hacia el cielo como si despertara de un profundo sueño. Su semblante seguía serio. No aprecié en su actitud nada que  justificara en modo alguno la sensación de seguridad y confianza que yo sentía, era como si una voz interior hablara por ella y me dijera en un susurro “Sigue…”
-       Creo que sabes qué libro es, aunque nunca hayas terminado de leerlo.

En ese momento retrocedí y apoyé mi espalda en una de aquellas chimeneas que surgían del suelo, aun hoy sigo sin comprender por qué hice lo que hice. Siempre he considerado la empatía como una cualidad cara, difícil de llevar a la práctica salvo en presencia de determinadas personas que, como las emisoras de radio, conviven en frecuencias compatibles  y yo seguía los designios que me marcaba. Obedeciendo pues, a ese ‘sexto sentido’, abrí el libro por la página 87 y comencé a leer despacio, dejando que mis palabras surtiesen el efecto que se esperaba de un buen vino.
momo despertó y abrió los ojos.
tardó un poco en darse cuenta de dónde estaba. le trastornó un poco encontrarse en las gradas de piedra, cubiertas de hierba, del viejo anfiteatro. ¿no acababa de estar hacía unos momentos en la casa de “ninguna parte” con el maestro “hora”? ¿cómo había venido a parar aquí?’
Continué leyendo página tras página, de cuando en cuando realizaba una pequeña pausa y observaba la figura que tenía delante y, de alguna manera, supe que tocaba las teclas adecuadas. Supe que mis palabras no se las llevaba el viento, que cada una de ellas era un regalo agradecido, que entraban en su mente como gotas de agua sobre una esponja sedienta y quedaban allí atrapadas suavizando a su paso la expresión de su cara. Desde donde me encontraba pude apreciar en ella el tímido nacimiento de una sonrisa, fue como si una grieta se hubiese abierto en un mar de hielo, una grieta que crecía a cada segundo amenazando con destruir aquel reino blanco alentada por el calor que mi relato producía al chocar con sus sentidos.
Comenzó  a dibujarse dentro de mí una vaga idea, un atisbo de comprensión, débil, frágil, tan indefinido y sutil como la sombra de una sombra. El lienzo sobre el que se plasmaba ya no estaba en blanco.
El sol continuaba su marcha descendente y se situaba ahora casi frente a nosotros. El mismo que antes rechazaba cualquier mirada, las atraía ahora en la misma medida. Fue entonces, en una de mis pausas, cuando Ana se levantó y se apoyó en la chimenea, a mi lado.
-       Tienes razón, nunca pude terminar de leer el libro.

Habló en voz baja, casi en un susurro, sin levantar la mirada. Mientras tanto el dibujo comenzaba a vislumbrarse,  aunque aun se encontraba mucho más lejos de la certeza que de mi excitada imaginación.
Sus ojos seguían siendo un misterio insondable
Continué leyendo, manipulando de esta forma el estropeado mecanismo de un delicado reloj que empezaba otra vez a dar señales de vida:
Momo no sabía cuánto tiempo había pasado. El campanario sonaba de vez en cuando, pero Momo apenas lo oía. Muy lentamente volvía a su cuerpo entumecido el calor. Se sentía como paralizada y no sabía decidirse a nada’
Otra  pausa, cada una era una invitación, una provocación, una oportunidad. Aquel sol que comenzaba a ponerse atrajo de nuevo mi atención en una de ellas,  y por segunda vez, sus palabras rompieron el silencio:
-          Dentro de poco hará cinco años. No estaba preparada para aquello, nadie lo está. Caminamos por la vida confiados, sin ser conscientes de que un golpe de azar, una mala jugada del destino, puede cambiarla de repente y para siempre.

Sus palabras salían ahora sin temor, como si hubiesen estado largo tiempo esperando salir de su encierro.  Había frotado la lámpara de Las Mil y una Noches, agitado la botella de un buen cava y ahora el sabor amargo de su voz y la magia de su confianza llenaron cada rincón de mi espíritu.  
Sus ojos en cambio, seguían siendo un misterio insondable
-          No lo vi venir, -Continuó-, bajaba descontrolado en dirección contraria. El choque fue brutal. El impacto se produjo en la puerta del copiloto, el coche fue arrastrado carretera abajo, atravesó el quitamiedos y se precipitó hacia el río dando incontables vueltas de campana.

Mientras la escuchaba, la obra que mi misterioso pintor interior se afanaba en crear comenzaba a tener cierto sentido y yo me iba sintiendo cada vez más pequeño.
-         No era habitual, pero aquella noche fatal, no viajaba sola. ¡Cuánto hubiera deseado que así fuera! porque lo único que sobrevivió al accidente fue el libro que ahora tienes en tus manos y yo misma.

Hablaba lentamente, con una voz equilibrada y desapasionada, era el sonido de la lluvia sobre el suelo ya mojado, el rebotar de una maza sobre un corazón blindado. Nada había que decir que sus oídos no hubiesen escuchado ya. Guardé silencio, el mundo comenzaba a girar y, por unos momentos, los papeles se intercambiaron.  Dejé transcurrir un tiempo prudencial y entonces, solo entonces, decidí llevar a Momo un poco más cerca del final de su aventura.
‘Pero ahora las cosas eran de otro modo. porque ahora no querían alcanzar a la niña ni a la tortuga. Ahora las seguían tan poquito a poco como caminaban aquéllas. Y así también ellos descubrieron este secreto. Lentamente, las calles blancas detrás de las dos se llenaron con un ejército de hombres grises. Y como éstos sabían ahora cómo había que moverse, iban incluso más lentamente todavía que la tortuga, por lo que iban alcanzándola. Era como una carrera al revés, una carrera de lentitud…
No sabría decir cuánto tiempo transcurrió, pero su cabeza reposaba ahora sobre mi hombro y el día luchaba ya a brazo partido con la noche en una batalla que sabía perdida.
-          Mi mundo tal y como lo conocía desapareció, y yo lo hice con él. Las experiencias que he vivido me han enseñado que las crisis más importantes de nuestra vida requieren de decisiones rápidas y enérgicas porque la demora será ruinosa y yo sabía lo que tenía que hacer y cómo hacerlo, mi alma se iluminaba y todo mi ser se enorgullecía al anticipar el resultado de llevarlas a cabo. Sin embargo, no lo hice y lo dejé para el día siguiente, el día siguiente llegó y aumentó mi ansiedad por empezar a cumplir con mi deber, pero también lo hizo el deseo de retrasarlo y este deseo se hacía más irrechazable y fuerte a medida que pasaba el tiempo. Luché conmigo misma durante mucho tiempo, tanto se prolongó esta lucha que un buen día, al despertar, escuché las campanas de la iglesia repicando en póstumo homenaje por mi  felicidad. Es mi torbellino particular, mi gigantesco remolino de agua… Si fallas tu primer  intento de abandonarlo, si demoras la solución,  sólo una mano amiga podrá romper el círculo.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo, aquella historia, aun sin los detalles que no me costaba imaginar, superaba cualquier expectativa que pudiera tener. Continué escuchando en silencio, absorto, concentrado plenamente en sus palabras:
-          El dolor es un sentimiento duradero, el más duradero. Se aferra a ti como lo hacen las sanguijuelas, extrayendo poco a poco la vitalidad y la juventud de tu alma. La ilusión se apaga y la sensación de que nunca volverás a sentir y ser lo que una vez sentiste y fuiste se convierte en férrea convicción. Oscuridad y letargo, frío y apatía, desilusión y melancolía…

A estas alturas aquel sexto sentido (no sé de qué otra forma podría llamarlo) nacido  de la intensa mezcla de sensaciones y que se situaba más allá del entendimiento o del intelecto, aquella extraordinaria fuerza que había guiado mis pasos hasta este momento y dirigido las pinceladas de mi pintor interior, hizo que éste me mostrara  su obra con toda su crudeza. Me mostraba  mucho más de lo que aquellas palabras sugerían y de lo que yo mismo hubiese querido saber. Era el momento de terminar mi historia y así lo hice:
‘…
Lo cierto es que durante el largo recorrido nocturno me contó toda esta historia.
Cuando hubo terminado, los dos callamos un rato. entonces, el enigmático pasajero añadió todavía una frase que no puedo escatimarle al lector.

—le he contado todo esto —dijo—, como si ya hubiera ocurrido. también hubiera podido contarla como si fuera a ocurrir en el futuro. Para mí, no hay demasiada diferencia.

Supongo que se apeó del tren a la parada siguiente, porque al cabo de un rato me di cuenta de que estaba solo en el compartimento. Por desgracia, no me he vuelto a encontrar nunca más con el narrador.

Pero si algún día, por casualidad, vuelvo a encontrármelo, pienso hacerle muchas preguntas.

FIN
La noche había caído sobre nosotros sin apenas darnos cuenta, la luna me dio la luz necesaria para poder terminar de leer el libro y ahora, una vez finalizado, nos miraba y sonreía, expectante. Ella seguía recostada en mi hombro, inmóvil y en silencio. Flotaba en el ambiente una atmósfera de quietud, de calma, de suavidad, casi mágica y sus ojos, aquellos ojos, aun sin verlos, ya no eran un misterio insondable
-       ¿Recuerdas el gato de Chesire de Alicia en el País de las Maravillas? – pregunté
-       Sí, aquel gato invisible que nada se tomaba en serio
-       Exacto, la luna tiene hoy la forma de su sonrisa, me lo imagino materializándose como en el cuento sobre el tejado del edificio de enfrente.
-       Le preguntaría como salir del País de las Pesadillas.

Una sonrisa iluminó su cara y viajó a la mía como si del contagio de un bostezo se tratara.
-          Tienes razón. – le dije- El dolor es un sentimiento duradero…  pero sólo cuando los finales no son felices. Me gusta pensar que las emociones  son las dos caras de una moneda, que una persona para ser feliz hasta cierto punto, debe haber padecido hasta ese mismo punto, que aquel que no ha sufrido nunca, no ha sido nunca dichoso y que cuanto menos valor tenga esa moneda de la que te hablo, cuánto más pequeña sea, más nos pareceremos a una piedra. Nadie gozará más de la comida como el hambriento, ni de la bebida como el sediento, ni del descanso como el exhausto. Sólo hay que dar la vuelta a la moneda.

Coloqué el libro en su regazo y ella lo apretó contra su pecho, me recordó al reencuentro entre una mascota perdida y su dueño a punto de tirar la toalla.
-          Respóndeme a una pregunta – Continué - ¿Quién disfrutará más de una puesta de sol? ¿Aquel que nació sin ver y la contempla por vez primera o el que pudo disfrutarlas y ya no puede hacerlo?

No respondió, pero una lágrima comenzó a descender por su mejilla. Se incorporó y se quitó las gafas y, entonces, levantó la mirada, encogió las piernas y apoyó la cabeza en sus rodillas. Sus ojos eran el fiel reflejo de la preocupación y,  al mismo tiempo de la ilusión. Eran de un color verde claro, tan verde como lo puede llegar a ser un estanque de aguas cristalinas y tranquilas, bordeado por un denso bosque de nogales y castaños,  de esos  en los que uno, al mirarlo, puede apreciar el fondo hasta en los más mínimos detalles y, al orientar lentamente la mirada hacia la orilla opuesta no puede más que admirar la confusión de sus sentidos al no poder distinguir donde deja de ver el fondo y comienza a ver el reflejo verde de su entorno.  Realidad e ilusión en forma de hastío y anhelo de vivir, de resignación y rebeldía, de dureza y dulzura, de apatía y valentía… todo sensaciones con límites difusos
-          Siempre quise vivir al lado del mar – me confesó- . Hoy estaría sentada en la playa, cambiando el sonido de los coches por el de las olas, el sol se hubiese dormido tras el horizonte y no tras los edificios y tú habrías encontrado mi mensaje en una botella y habrías aparecido con ella entre las manos. Aun sin mar, sin playa, sin olas, encontraste mi botella... y la trajiste.

Nada más decir estas palabras se puso en pie y volvió a ponerse las gafas, recogió la mochila y me tendió la mano, me ayudó a levantarme y, sonriendo, la vi alejarse con una soltura y una agilidad que me dejaron helado, no tanto por el hecho en sí mismo, sino por la certeza de que aquellos ojos que tanto me habían dicho de ella, que tanto habían esperado a abandonar su escondite, que tanta curiosidad habían despertado en mí, no habían sido capaces de ver el sol ponerse, ni de apreciar la luna que ya había ascendido  alejándose como quién pone rumbo a casa al terminar la función, y por supuesto, tampoco habían sido capaces de terminar de leer la historia a la que yo había puesto un final…»

        -       Nunca más volví a verla Al, pero te puedo asegurar que aquella tarde viví el equivalente a  un lustro de vida ordinaria, y no cambiaría esa deliciosa sensación por cinco años de vida común.
Mil preguntas asaltaban mi mente, pero ya era tarde así que tan sólo formulé aquella cuya respuesta más me hacía falta conocer: 
-       ¿Crees que le sirvió de algo? – Le pregunté mientras apuraba de un trago el contenido de mi vaso

Se levantó del sillón y caminó lentamente hacia la ventana haciendo tintinear los hielos de su vaso al andar y, con la mirada perdida a través de ella me respondió:
-       Esa pregunta me la he estado haciendo durante mucho tiempo y ahora sé que sí. Sirvió y mucho
-       ¿Por qué estás tan seguro?
-       ¿Y tú me haces esa pregunta? Lo sé desde que un día, no hace mucho, llamaron a la puerta de mi casa y, al abrir,  vi a un desconocido  que traía un libro entre sus manos….