domingo, 11 de marzo de 2012

La zona (I)

He de decir que siempre he pensado en la razón como el único camino hacia la verdad absoluta, si es que ésta existiese, y que la lógica experimental basada en la experiencia es el arma más poderosa para conquistar metas en apariencia insalvables. Por este motivo y no por otro, debo confesar que no me es fácil hacer públicos los hechos que a continuación se detallan, hechos que provocaron la revisión de mis más profundas convicciones y que, por su naturaleza inexplicable, despertaron en mí una absoluta e inquietante sensación de desazón que iba más allá de lo que mis conocimientos podían explicar.

Mi decisión de estudiar psicología responde no a una mera tradición familiar, como hubiera sido lógico suponer, sino a una fuerte vocación impulsada por una curiosidad innata y un fuerte anhelo de conocimiento del cerebro humano. Los mecanismos del pensamiento, la conversión en ideas de las percepciones sensoriales, la comprensión del miedo, las causas y consecuencias de la tristeza y de la euforia así como de la titánica fuerza de la pasión y el amor, eran mis leit motive superando con creces a la más natural de las razones de subsistencia o al más que justificable deseo de abrirme camino en el mercado laboral. Sin menospreciar las bendiciones de  una cierta aptitud para el estudio, esta peculiar y sincera aspiración bien podría haber sido la culpable de un expediente académico que rozaba la perfección.

El Dr. T. era  el encargado de dirigir mi tesis de postgrado. Desde el primer año de estudio sentimos cierta afinidad el uno por el otro. No puedo decir que compartiera sus métodos, más bien todo lo contrario, pero nuestros objetivos eran comunes: conocer, comprender y, luego, curar. Rondaría el medio siglo cuando nos conocimos y arrastraba ya tras de sí veinticinco años de experiencia docente y de investigación infatigable que, cara virtud, convertía en humildad y simpatía ante todo aquel que lo requiriese. Ese carácter afable y generoso le granjeó la simpatía del mundo académico en la misma medida en la que sus métodos poco ortodoxos le negaron su respeto y reconocimiento.  Este último contratiempo, justo es decirlo,  no parecía incomodarle lo más mínimo. Poseía una de esas expresiones bonachonas que sólo parecían poder encontrarse en personas con cierto sobrepeso, hablaba un  castellano casi perfecto siendo el ejemplo viviente de la facilidad con que los europeos del este aprenden una lengua extranjera y, al escuchar, peinaba con su mano derecha una perilla de pelo cano síntoma este inequívoco de interés y atención. Si bien para aquellos que trataron su persona de forma superficial podía pasar desapercibido cierto rasgo de su carácter, no lo hacía para aquellos otros que, como yo, mantenían con él una relación más estrecha y continuada: El Dr. T. nunca hablaba de su pasado. Había desarrollado una habilidad extraordinaria a la hora de encaminar las conversaciones que se acercaban a esa cara oculta de la luna  que constituía la época anterior de su llegada a España.

Como he dicho anteriormente, nuestros métodos no eran precisamente compatibles. No pretendo aburriros con los detalles más pintorescos de su modus operandi pero, al igual que ya he comentado mi férrea convicción en el razonamiento 'a posteriori' siguiendo la línea aristotélica en la cual el origen de las ideas provenía de una serie de experiencias y de su posterior análisis, debo comentar que mi apreciado Dr T. razonaba 'a priori' asumiendo que las ideas estaban preconcebidas creando así lo que se ha dado en llamar alma y que su comprensión las despojaba de su halo místico pasando a un orden terrenal y humano siguiendo una concepción platónica del mundo. No es de extrañar, por tanto, que a lo largo de los años mantuviéramos grandes discusiones que fortalecieron nuestra rivalidad y, al mismo tiempo, nuestra amistad.

Una tarde, durante el transcurso de una de estas discusiones en su despacho, fuimos interrumpidos por la repentina aparición de G. Irrumpió en la estancia bajo un evidente estado de agitación sofocado súbitamente al percibir mi presencia allí. El Dr.T. realizó las presentaciones pertinentes sin esforzarse demasiado en ocultar la premeditación existente tras aquel encuentro para, posteriormente, intercambiar unas palabras con nuestro misterioso intruso que éste pareció acoger de buen grado. Si bien hasta ese momento no habíamos sido presentados formalmente, cierto era que su rostro no me resultaba del todo desconocido, pues raro era el día en el que no se le veía vagando por el campus sin rumbo fijo. Y digo vagando pues no encuentro una palabra que defina mejor aquella sinuosa forma de caminar. Lo hacía despacio con las manos unidas detrás de la espalda y la mirada fija en el suelo persiguiendo un punto imaginario que invariablemente le llevara un par de metros de ventaja y que cada poco tiempo corrigiese su trayectoria obligando a su perseguidor a cambiar de dirección, describiendo de esta forma un curioso zig zag similar al de aquel que hubiese bebido más de la cuenta. Su ya de por si misteriosa apariencia, se veía reforzada por casi dos metros de altura y una delgadez tan extrema que parecía hacerle susceptible de volar a merced de cualquier racha de viento que tuviera a bien producirse, tal era la imagen de fragilidad que ofrecía. De frente prominente, nariz aguileña protuberante en exceso,  tez pálida casi cadavérica y ojos eternamente cansados, su aspecto físico nos mostraba la certeza de haber conocido tiempos mejores a pesar de su juventud, pues no superaba la treintena.

Mis posteriores investigaciones sobre este peculiar personaje no hicieron más que aumentar mi curiosidad. Sus padres fallecieron en un accidente de avión hace ya casi una década, no tenía familia  ni amigos conocidos y, aunque sin alardes, disfrutaba de una envidiable situación económica fruto de una más que generosa herencia familiar que le permitía vivir sin las ataduras propias de una labor profesional.  A pesar de su lúgubre aspecto,  su conversación era interesante y amena. Hablaba cuatro idiomas y demostraba una sobrada preparación en historia y filosofía, conocía con increíble precisión la vida y obra de personajes tan variopintos como Hitler, Mozart, Rasputín, Calígula, Van Gogh, Poe o Nietzsche por nombrar los más relevantes, y hablaba sobre ellos con la autoridad y seguridad que otorga el conocimiento más extremo. Me resulta difícil describir la transformación que sufría su rostro cuando lo hacía, sus ojos se hacían más grandes y se iluminaban, no a la manera habitual reflejando la luz existente sino ¿cómo decirlo? desde dentro, utilizando una luz propia. Apretaba la mandíbula y gesticulaba con pasión mientras su voz se volvía más grave, enérgica y convincente para, al terminar, volver de nuevo a su estado habitual de languidez y cansancio.

Es ahora, con el paso del tiempo y la perspectiva que da la distancia, cuando percibo con claridad el hilo que conecta a los personajes mencionados por G. y que, en su momento, no supe apreciar.

Quizá calificar de obsesivo el interés que el Dr. T. mostraba hacia G. sea un exceso por mi parte aunque no estaría más alejado de la realidad que definir como dependiente la relación recíproca. En ocasiones era nuestro lánguido y misterioso amigo quién entraba en el despacho del Dr. T. y permanecía allí durante largo rato, en otras el buen doctor era recibido en su propio domicilio. No tardé mucho en conocer la verdadera naturaleza de tales encuentros. Ya he mencionado la holgada situación económica de la que G. disfrutaba y de todos es ya conocido su endeble estado de salud cuyas causas eran aún ignoradas por mí, por estos motivos no me resultó sorprendente la oferta que recibió el Dr. T. de su persona, pero sí me llamó mucho la atención el que éste accediera a su petición convirtiéndose en su médico particular durante todo el tiempo que su labor académica le permitiera. Ese asombro inicial provocado por el hecho de que T. sacrificara el tiempo dedicado a la investigación y al estudio que sabía tanto apreciaba,  y la preocupación porque dicha decisión pudiera desviar su atención de mi tesis, dieron lugar a la más absoluta perplejidad al ser informado de los males que afectaban a nuestro común amigo y que tanto le interesaban.

No resultará  difícil comprender el demacrado y lamentable estado de G. si afirmo que llevaba años sin dormir. Cuando digo sin dormir, no me refiero a la recurrencia de pesadillas o al molesto pero tratable insomnio sino a algo que, a falta de una definición mejor, podríamos llamar 'alergia al sueño'. Me fue posible constatar en cierta ocasión los estragos que un profundo letargo le provocaron, si bien debo manifestar mi absoluta incapacidad para diagnosticar tales síntomas: la actividad cerebral se multiplicaba por diez si la comparamos con la existente en su estado normal, el corazón se desbocaba llegando a ciento cincuenta pulsaciones por minuto y, como consecuencia, se sucedían una serie de violentas convulsiones que, de no ser porque se encontraba maniatado por muñecas y tobillos, habrían acabado por llevarle al suelo y, por sorprendente que pueda parecer, él no despertaba.

Cualquier prueba posible  realizada en los circuitos habituales dedicados al tratamiento de los trastornos del sueño ya le había sido practicada infructuosamente y resultaba llamativo el hecho de que las lógicas consecuencias psicológicas que tal estado prolongado en el tiempo deberían haber producido no se manifestaran en absoluto y, sin embargo, las físicas fueran tan evidentes.

Unos días más tarde de haber vivido tan impactante experiencia,  fui invitado por el Dr. T a pasar un fin de semana en un lugar apartado de la Sierra de Gredos en compañía de G. Pensé en la conveniencia que el aire fresco y la bondad de la montaña tendrían sobre su estado de salud y, por qué no decirlo, sobre el mío propio así es que no me pareció en absoluto una mala idea y acepté encantado. Fuimos lo suficientemente aprovisionados como para no tener la necesidad de abandonar nuestro refugio durante el tiempo que durara la estancia. Y hoy, sólo hoy, cuando se dan las circunstancias adecuadas para ello, siento la necesidad de revelar los hechos que allí ocurrieron y que derrotaron con creces a mi natural escepticismo.


   

La zona (II)

La zona (I)

La mañana del sábado, G. disfrutó de un largo paseo en solitario por la montaña. Yo permanecía sentado en el porche con las pies reposando sobre una astillada barandilla de madera sin pensar en nada más que en el humo que salía de mi cigarrillo, mientras el Dr. T. se encontraba atareado en el interior de la casa. Al caer la tarde, G. apareció con un aspecto, si es que eso era posible, más cansado aun de lo habitual. Exhausto, tomó asiento en el sillón que ocupaba la pared principal del salón. A su izquierda el fuego de una chimenea crepitaba y calentaba aquella estancia de paredes de piedra. El mobiliario lo completaban un mueble de televisión, que además contenía una pequeña cadena de música y un reproductor de dvd, que estaba situado a la derecha de la chimenea, un sillón de oreja, una mesa baja de metacrilato y otra de comedor con seis sillas. Las persianas de las dos ventanas de las que disponía aquel salón habían sido bajadas a cal y canto de tal forma que el resplandor de las llamas constituía casi la única fuente de luz disponible. Sobre la mesa del comedor T. había colocado un montón de folios con lo que parecían ser pasatiempos tipo "Sudoku" impresos, un pilot azul y un ordenador portátil ya encendido. Me pidió encarecidamente que tomara asiento frente al ordenador y que anotara punto por punto todo lo que ocurriera a partir de ese momento. Más desconcertado que molesto por la petición, hice lo que me pedía.

Si bien ya conocía la afición de T. por las técnicas de inducción al sueño, siempre había creído que su eficacia se basaba en el conocimiento profundo de aquel a quién se las aplicaba y en una interminable serie de pruebas y errores. Sin dudar de su habilidad al utilizar dichas técnicas, debo responsabilizar a la peculiar mente del 'paciente' de un éxito tan rotundo e inmediato ya que, hubiese jurado, la mera intuición de lo que T. pretendía fue suficiente para sumir a G. en un plácido, al menos de momento, sueño.

Pero la calma no duró mucho tiempo, no había transcurrido ni una hora cuando empezamos a notar los primeros síntomas de actividad, sus párpados completamente cerrados comenzaron a temblar y daban la impresión de ser la madriguera de pequeñas hormigas que correteaban bajo su piel . En ese momento T. se sentó a su lado y habló lenta y concienzudamente: "Vamos muchacho, incorpórate". A duras penas logró poner en pie su entumecido cuerpo y sentarlo en una de las sillas situadas alrededor de la mesa de comedor. Si bien hubiera podido jurar que no estaba despierto, ni por todo el oro del mundo hubiese apostado a que dormía, se mantenía en un estado de aparente sonambulismo aunque mantenía la conciencia y el control de sus acciones. Fue entonces cuando comprendí lo que T pretendía y supe que, por la efectividad al lograrlo, no era la primera vez que lo intentaba. Al cabo de unos minutos, comenzó a realizarle una serie de preguntas que no puedo sino transcribir literalmente:

- ¿Puedes oírme?
- Sí -Respondió en un susurro
- ¿Puedes contar los dedos de tus manos?
Titubeó durante unos instantes - No, aparecen y desaparecen.
- Trata de saltar ¿Qué ocurre?
- Es extraño, caigo lentamente, como flotando.
- ¿Crees que sueñas?
- No lo creo, lo sé.
- Entretén tus sentidos, no los necesitas. Sueña sin miedo

Supe entonces que estaba sumido en un estado de Sueño Lúcido en el cual eres consciente de que sueñas pero, al mismo tiempo, mantienes la conciencia de tu propio cuerpo y el control de tus acciones tanto en el mundo de la realidad como en el onírico.

Al terminar el interrogatorio colocó los folios impresos delante de G y depositó el pilot en su mano derecha. Como guiada por una fuerza invisible, su mano comenzó a escribir números en las casillas sin aparente esfuerzo mental. Lo que a una persona de inteligencia media no le hubiese llevado horas, sino días solucionar, él lo estaba realizando en escasos minutos con una limpieza y facilidad extremas. Ni una sola duda, ni una sola rectificación. Finalizaba uno y continuaba con el siguiente bajo nuestra atenta y asombrada vigilancia. Su rostro desprendía una agradable sensación de calma y quietud como nunca había conocido en él.

- Supongo que, al igual que yo, nunca habrás visto nada similar. - Comentó T.
- No - Contesté
- Tú y yo utilizamos el diez por ciento de nuestra capacidad cerebral. Creo que G, al dormir, utiliza mucho más. Su cerebro ha evolucionado, su cuerpo no. Los pasatiempos alivian esa tensión, le ayudan a canalizar una buena parte de esa energía, de esa capacidad, y evitan que el sueño pueda matarle... espero
- ¿Donde está ahora?
- Yo lo llamo 'la zona', un lugar donde muy pocos a lo largo de la historia han podido estar, el mundo de las ideas, de los sueños. Nuestra mente trata de entrar en él cada noche, lo hace persiguiendo nuestras preocupaciones, nuestros deseos, nuestras alegrías y esperanzas más íntimas. ¿Acaso es posible que todo el tiempo dedicado a estas sensaciones, toda la energía que invertimos en ellas y a pensar en uno mismo y a preocuparse por los demás, caiga en un pozo sin fondo y desaparezca? Si así fuera, sería... sería una pena.

Transcurridas unas horas sin que nada digno de contar sucediera, G. terminó de realizar todos y cada uno de los problemas expuestos. Decir que cada matriz o "Sudoku" que rellenó sin un solo error disponía de ocho filas y ocho columnas, que en cada folio había dos de estas matrices y que disponía de ochenta folios impresos, puede servir para dar aunque sea un esbozo de la dificultad de la tarea que realizó. Minutos después de finalizar, su cuerpo volvió a dar síntomas inequívocos de esa 'alergia al sueño' y T. decidió despertarle definitivamente con la misma suavidad y eficacia de las que había hecho gala al hacerle dormir.

Su expresión era la viva imagen de la felicidad y el agradecimiento pues, según contó, hacía mucho tiempo que no 'descansaba' cinco horas seguidas. Estábamos inmersos en la madrugada del domingo, fuera reinaba un frío intenso y el cielo estaba despejado. Subí las persianas de las dos ventanas y la inconfundible luz grisácea de la luna llena se mezcló con los reflejos anaranjados de la hoguera. Preparé abundante café y me dispuse a lanzar todo una batería de preguntas que, sin embargo, tuve que postergar cuando la voz de G. se impuso al crepitar del fuego y al gorgoteo de la cafetera.

"Salí de la casa cuando terminé de responder a tus preguntas. Tomé el mismo camino que recorrí hace unas horas. Consulté mi reloj al salir, pero no pude saber qué hora me mostraba. Las agujas se movían sin sentido de un lado a otro y los números de la esfera aparecían borrosos, intercambiando su posición los unos con los otros. Iba en dirección a la laguna, camino que conocía bien pero algo extraño sucedió ya que, al llegar a la cumbre desde la que debería divisarla, el panorama no era el que yo esperaba. Allá donde debiera estar situada, aparecía un valle gigantesco. Las laderas que lo delimitaban presentaban un color verde intenso procedente de tupidos bosques de robles y coníferas.
Al pie de la ladera sobre la que me encontraba se situaba una ciudad, columnas de humo se elevaban al cielo en distintos puntos de sus calles. De repente un intenso sonido lo inundó todo, instintivamente me tumbé en el suelo justo en el momento en el que un helicóptero sobrevolaba a baja altura mi cabeza. Desde mi posición podía observar numerosos grupos de personas que buscaban la protección de los árboles, estaban asustados y huían. Bajé a trompicones por la empinada pendiente y no tardé en llegar a una carretera atestada de gente dirigiéndose hacia la ciudad, me confundí entre ellos. De vez en cuando nos cruzábamos con extraños vehículos militares conducidos por soldados ataviados con un casco azul, también daban la impresión de estar huyendo."

El sonido de una taza al golpear el suelo interrumpió el relato. El Dr. T ni siquiera parecía haber notado el café caliente que empapaba sus pantalones, se peinaba la perilla de manera nerviosa con la mano derecha, había fruncido el entrecejo y su actitud parecía situarse entre la incredulidad, el asombro y sí, algo parecido al miedo. Repuse el café derramado y coloqué la taza en su mano, no consideré prudente abrir la boca, volví a tomar asiento.

"El caos reinaba en la ciudad, el temor se olía en cada casa, en cada esquina. Familias enteras corrían de acá para allá y, desde algún punto no muy lejano, se podía distinguir el sonido de los disparos. Grupos de gente, más bien milicias urbanas, recorrían las calles gritando extrañas consignas, iban armados y no parecían tener reparos en usar la fuerza ante todo aquel que se interpusiese en su camino. Llegué a un edificio blanco de tres plantas en cuya fachada destacaba una gran cruz roja. Destartaladas ambulancias trataban de abrirse paso entre la multitud para llegar o salir de él pero no lo conseguían y terminaban abandonadas y desvalijadas en medio de la calle.

En una de las esquinas, medio escondidos entre un montón de chatarra usada a modo barricada, un grupo de personas escuchaba atentamente las indicaciones que otro les daba. Me acerqué, eran doce personas pertenecientes a una misma familia. Pude distinguir hasta tres generaciones: abuelos, padres y nietos unidos por el miedo. Me fijé en una niña de no más de diez años, de pelo corto y desgarbado, miraba con un asomo de esperanza  al desconocido que se refería a ellos mientras buscaba la calidez del abrazo de su madre. Su mano derecha se aferraba a un extraño colgante en forma de reloj de arena, en su interior había, en lugar de arena, una especie de purpurina verde que caía lentamente. Le daba la vuelta antes de que se vaciara, como si de esa forma lograra conseguir un tiempo que parecía habérseles terminado.

Oí el sonido de un motor, un camión militar se acercaba al lugar abriéndose paso con lentitud. Iba marcha atrás. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, el desconocido dio nuevas instrucciones y todos abandonaron su escondite. La niña del reloj ayudó a su madre a levantarse, tenía la pierna izquierda herida. Subieron a la parte de atrás del vehículo y cerraron la parte trasera con una lona. Yo me fui con ellos. A través de una pequeña grieta pude observar el exterior, cientos de personas malvivían en las calles, muchos de los edificios estaban a punto de venirse abajo, era evidente la escasez de alimentos y de medicamentos. Había multitud de heridos y el sonido de los disparos y explosiones se hallaba cada vez más cercano. No tardamos mucho en llegar a lo que parecía una antigua fábrica de fachada blanca y grandes ventanales. Miles de personas se amontonaban en su perímetro pero ninguna podía entrar. Resultaba llamativo que la gran mayoría fueran mujeres y niñas. Muy lentamente y a duras penas, el camión logró abrirse camino y penetrar en el interior, bajamos. Me quedé sentado en el suelo junto a aquella gente que no sólo parecía haber agotado las lágrimas sino también la voz. Un grupo de soldados se afanaba cargando camiones y otros vehículos con lo que parecía el equipaje de un apresurado viaje. Había en sus rostros, bajo aquellos gorros azules, una expresión de alivio por poder salir de allí. "

El café que había servido en la taza de T. seguía intacto, no sólo en cuanto a la cantidad sino también en lo que respecta a la posición de la taza en su mano. Afirmaría sin riesgo a equivocarme que ni siquiera había pestañeado mientras G. hablaba. Seguía mirándole fijamente con un deje de admiración y asombro. Como miraría el explorador a las puertas del Dorado, como lo haría el arqueólogo a las columnas de la Atlántida o el religioso al Santo Grial.

- La ciudad que apareció ante ti es Srebrenica, yo nací allí. En julio de 1995 mi país estaba inmerso en una guerra civil que finalizaría un año después. Logré volver con un equipo de observadores de naciones unidas, necesitaba hacerlo y removí cielo y tierra para conseguirlo. Era zona segura, o al menos eso afirmaban. Se encontraba bajo la protección de quinientos soldados holandeses al mando de la coalición internacional. Las tropas serbias avanzaban día a día provocando una riada de refugiados procedentes de las regiones limítrofes, llegaban por carretera o atravesando las montañas. La ciudad estaba desbordada y los bombardeos no cesaban. El general serbio que dirigía la ofensiva llegó a un acuerdo por el cual liberaría rehenes holandeses si éstos se retiraban de la ciudad. Con el corazón roto por lo que veía, lleno de rabia e impotencia al ver  mi pasado acribillado por las balas y los bombardeos, me subí a uno de los camiones junto a un oficial holandés y salimos de la base. Nos dirigimos al hospital con la intención de regresar con el máximo número de gente posible.

La niña se llamaba Talin, tenía 9 años. Su hermano de 12 acababa de morir en el hospital y su padre había sido detenido junto a muchos, muchísimos otros. Su madre había salvado la vida milagrosamente al escapar de un tiroteo mientras recogía agua del rio, aunque recibió un balazo en la pierna. Logramos ponerles a salvo. Un día después, el once de Julio, el mundo abandonó Srebrenica a su suerte... y yo también.
Entre los días 11 y 16 de Julio cerca de 8000 hombres fueron separados de sus familias primero y ejecutados despues en lo que ha sido el mayor genocidio en Europa desde la segunda guerra mundial."

Mientras hablaba, sumido en los recuerdos, miraba inconscientemente el colgante que pendía de su cuello. Era un pequeño reloj de arena con una especie de purpurina verde en su interior.

Por las ventanas entraban los primeros rayos de sol del domingo y G. salió en silencio a dar su paseo matinal. Yo estaba en el porche de la casa con los pies apoyados en la barandilla fumando un cigarrillo, le vi alejarse en dirección a la laguna, andaba con las manos en los bolsillos, la mirada erguida y sonriente y ... en línea recta.
Por expreso deseo suyo, nada de lo ocurrido ese fin de semana debía hacerse público mientras viviese.

El Dr. T. falleció el año pasado de un ataque al corazón, sobrevivió a dos y el tercero acabó con él. Una vida sedentaria y el exceso de peso le habían pasado factura. Le encontraron en el salón de su casa, sentado en su sillón favorito con aquel extraño colgante en la mano. Durante el multitudinario funeral pude ver a G. apoyado en un árbol, nos miramos y nos saludamos con un leve movimiento de cabeza. En su rostro no había signos de tristeza, vi que me sonreía y esa sonrisa, viniendo de quien venía y en aquellas circunstancias, me llenó de tranquilidad y mitigó en gran parte el dolor que sentía por la muerte de un amigo. Creo que asistió al funeral sólo para regalarme aquella sensación.

Esta mañana, en la crónica de sucesos de un periódico local, leí la siguiente noticia:

"Ayer por la tarde fue encontrado sin vida el cuerpo de G.H.L, la encargada del servicio de limpieza de su vivienda llamó a la policía alertando de que el dueño de la casa no despertaba. Se desconocen los motivos de la muerte aunque todo parece indicar que se trata de causas naturales. La policía, no obstante, ha iniciado una investigación para esclarecer ciertos detalles referentes al caso. Al parecer, el cadáver apareció en la cama con una expresión sonriente, algo sorprendente según declaró a este periódico el forense que examinó el cuerpo. Se trata de aclarar, además, el hecho de que sus manos tuvieran una extraña tonalidad verde brillante, 'como si hubiesen estado en contacto con algo similar a la purpurina'. Al cierre de la edición, la policía sigue trabajando para obtener respuestas a estas interrogantes."

Caso difícil señor inspector. Pero con fe, solo con fe, podrá descubrir la verdad... Por si acaso, es hora de escribirla.