viernes, 25 de enero de 2013

Música





Apuraba en un restaurante el café de después de comer cuando percibí un sonido procedente de la mesa vecina en la que un niño y su padre habían dado buena cuenta de un par de platos combinados y sendos refrescos. En uno de esos mágicos momentos de silencio global espontáneo y acusando el exceso de gas, el crío regaló a la asistencia un eructo de considerables proporciones que bien podría haber sido el primero de su vida dada la expresión de asombro que se le dibujó en la cara. El padre, sorprendido por la novedosa forma en la que su hijo había interrumpido su monólogo, pidió la cuenta y abandonó el local de forma apresurada sin decir una palabra y caminando, supongo, por la frontera que delimita el enfado con la risa. 

Yo, por mi parte, pedí la copa de después del café y, mientras la degustaba y sonreía por el espectáculo,  caí en la cuenta de que nunca, de forma voluntaria, había eructado. Durante mi niñez lo había intentado de mil maneras, pero no hubo forma. No era una cuestión de educación ni mucho menos, sino más bien una imposibilidad física. Cuando notaba algo de aire en el estómago y trataba de expulsarlo me resultaba imposible hacerlo contra la ley de la gravedad, como si mi tracto digestivo fuera de una sola dirección. Fue una etapa frustrante aunque no por ello improductiva. Recordé que un amigo de la infancia podía recitar el abecedario y llegar hasta la letra ‘P’ eructando, lo consideré entonces una habilidad prodigiosa, digna de elogio y merecedora de reconocimiento social.

Comprendí  entonces  que había asistido a un momento crucial en la infancia de ese niño y tuve la certeza de que no dejaría de eructar en los próximos 3 o 4 años. Si todo sigue los cauces normales, pronto aprenderá a hacer gárgaras con la bebida, a tocar los pajaritos con las axilas (en mis tiempos se llamaban sobacos) y a seguir el ritmo del tamborilero expulsando aire por el recto. 

Esta etapa será dura para sus padres que irremediablemente darán por desahuciado al niño hasta que  un día, como por arte de magia, el crío aprenderá a silbar y a chasquear los dedos. Al principio lo hará a horas determinadas, normalmente al salir de la ducha, pero con el paso del tiempo silbará y chasqueará a la menor ocasión que tenga, debido creo yo, a la fascinación que supone seguir descubriendo que su cuerpo es pura música y que la infancia no es más que una continua clase de solfeo que no acabará nunca.

Muy raro todo.

martes, 22 de enero de 2013

Sueño












  

Despertarme a su lado, ducharme con su mirada clavada en la espalda, afeitarme mientras su sonrisa espía desde el otro lado del  espejo, vestirme sin dejar de mirarla, acercarme a la cama, retirar la sábana que ya apenas la cubre, perderme en su pelo y susurrarle al oído:

- Vamos niña, levanta y deja de soñar despierta. Si no lo haces llegarás tarde, y yo también.

Advertir como su sonrisa se acentúa mientras sus manos dibujan mi rostro y las mías el suyo. Respirar su aliento y escuchar como entonces, sus labios, me silban un secreto: 

-  El que sueña cariño, eres tú.

Un despertador. Y de nuevo ducharme, afeitarme, vestirme.

viernes, 18 de enero de 2013

Lagunas



















Él la recordaba a ella aunque no el lugar elegido.
Ella acudió a la cita pero se había olvidado de él.

martes, 15 de enero de 2013

El reverso de las historias

Hoy me ha dado por emparejar calcetines. Es una de esas tareas que realizas sin darle importancia, pensando siempre en lo que vas a hacer después o en lo que hiciste antes, por lo que pasa sin pena ni gloria por tu rutina diaria, craso error. Llamó mi atención el hecho de que un  calcetín pueda no parecerse en nada a su complementario si viene dado la vuelta. Aquello que llamamos reverso y anverso. Nunca he sabido muy bien cual es cual y no me parece que ninguno de los dos conceptos marque un camino correcto o incorrecto. Ante tal confusión tiro de estética y fulmino ese lado deshilachado y aparentemente caótico, por el  más armonioso y agradable. Es la ética de la estética, esa que no se pregunta nada, la que no duda, la que siempre se impone en silencio, una tirana inconsciente. 
Pensé en aquellas historias que alimentaron nuestra infancia y en cómo sería su reverso (o su anverso, insisto en mi confusión ante este tema) y recordé que no hace mucho participé en una carrera popular en cuya categoría femenina dieron  a todas las participantes un peto de color rojo, era un día lluvioso y muchas de ellas se protegían la cabeza con la capucha que incorporaba. Cuando comenzaron a correr imaginé un ejército de caperucitas enfurecidas armadas hasta los dientes persiguiendo a toda una manada de lobos que huían sorprendidos y con el rabo entre las piernas ante tan curioso ejército. Excuso los detalles más escabrosos de este reverso (o anverso) del cuento  aunque sí debo decir que no quedó un solo lobo reconocible y que el rojo tiñó las calles aun cuando la cacería hubo terminado.  Los bares se llenaron de ancianas y niñas con las cervezas en alto mientras ellos, los hombres, murmuraban y se metían en sus casas.
En otra ocasión, reciente por cierto, recuerdo estar disfrutando de un tranquilo día de campo cuando, de repente, un festival de cencerros rompió la calma que allí reinaba. Por el norte apareció un rebaño de ovejas que fue a instalarse justo donde habíamos montado nuestro campamento base y por el sur, un número indeterminado de vacas con sus correspondientes toros avanzaban hacia nuestra posición. Al vernos inmersos en esta versión rural de Jumanji, no tuvimos más remedio que batirnos en retirada. Antes de irnos me fijé en el pastor que regía el destino de las ovejas, un chaval de no más de 25 años que parecía haber salido, literalmente, de un portal de Belén (no me pareció raro puesto que estábamos a finales de Diciembre). Le imaginé apoyado en un árbol, con sus ropas ensangrentadas y un brillo atroz en los ojos, fumando un cigarrillo, satisfecho y orgulloso. Un poco más lejos, oculto entre unos matorrales, vi  un lobo agazapado, asombrado y con cara de no entender nada de lo que acababa de pasar y, por el camino, sorteando cuerpos de ovejas inertes y desmembradas, vi a un grupo de aldeanos subiendo a la carrera gritando “Pedro tenía razón, venía el lobo!!!”.
Ya casi había terminado de emparejar calcetines cuando recordé que el sábado pasado, en un garito de cuyo nombre ni siquiera podría acordarme, conocí a una mujer cuya única meta en la vida parecía ser despellejar  a cualquier otra que pasara a nuestro lado. No podría recordar rasgo alguno que realmente fuera suyo ya que estaban ocultos bajo un arsenal de artificios cosméticos: labios de un color imposible, uñas postizas (por cierto una se le cayó mientras gesticulaba), pestañas como rastrillos y un cuerpo ad-hoc con el resto del atrezzo, o sea espectacularmente artificial. Mientras hablaba de sus cosas pensé en la madrastra de Blancanieves, esa que dedicó su esfuerzo y dedicación a fabricar una manzana envenenada en lugar de crear una poción mágica que la mantuviera joven para seguir siendo la más bella del reino. El cuento, sin duda, habría cambiado mucho.
Me inclino a pensar que el eje de simetría entre un lado y otro es la pura realidad (sed de justicia, la mentira como principio, la envidia), yo mismo vivo en un edificio con un enorme pasillo que da acceso a las viviendas y esta mañana alguien dejó en cada puerta un ejemplar de Páginas Amarillas por lo que, al avanzar, me veía a mi mismo haciendo el camino que Judy Garland y compañía realizaron en el reino de Oz. Este pasillo (o camino de baldosas amarillas) es mi eje de simetría e ignoro si, al llegar casa, entro en el reverso o  el anverso de mi propio cuento pues ya conocéis mi confusión al respecto y podréis intuir lo poco que me importa.
¿Ética o estética? ¿Reverso o anverso? ¿Claro u oscuro? No sabría decir, pero estas versiones alternativas provocan en mí un cosquilleo que me incita a seguir emparejando calcetines y a tener la jodida certeza de que, desde luego, no soy el hombre de hojalata, ni quiero serlo.