Apuraba en un restaurante el café de después de comer cuando percibí
un sonido procedente de la mesa vecina en la que un niño y su padre habían dado
buena cuenta de un par de platos combinados y sendos refrescos. En uno de esos mágicos momentos de silencio global espontáneo y acusando el exceso de gas, el crío regaló a la asistencia un eructo de considerables proporciones
que bien podría haber sido el primero de su vida dada la expresión de asombro
que se le dibujó en la cara. El padre, sorprendido por la novedosa forma en la
que su hijo había interrumpido su monólogo, pidió la cuenta y abandonó el local de forma
apresurada sin decir una palabra y caminando, supongo, por la frontera que
delimita el enfado con la risa.
Yo, por mi parte, pedí la copa de después del café y,
mientras la degustaba y sonreía por el espectáculo, caí en la cuenta de que nunca, de forma
voluntaria, había eructado. Durante mi niñez lo había intentado de mil maneras,
pero no hubo forma. No era una cuestión de educación ni mucho menos, sino más
bien una imposibilidad física. Cuando notaba algo de aire en el estómago y
trataba de expulsarlo me resultaba imposible hacerlo contra la ley de la
gravedad, como si mi tracto digestivo fuera de una sola dirección. Fue una
etapa frustrante aunque no por ello improductiva. Recordé que un amigo de la
infancia podía recitar el abecedario y llegar hasta la letra ‘P’ eructando, lo consideré entonces una
habilidad prodigiosa, digna de elogio y merecedora de reconocimiento social.
Comprendí entonces que había asistido a un momento crucial en la
infancia de ese niño y tuve la certeza de que no dejaría de eructar en los
próximos 3 o 4 años. Si todo sigue los cauces normales, pronto aprenderá a
hacer gárgaras con la bebida, a tocar los pajaritos con las axilas (en mis
tiempos se llamaban sobacos) y a seguir el ritmo del tamborilero expulsando aire
por el recto.
Esta etapa será dura para sus padres que irremediablemente
darán por desahuciado al niño hasta que un día, como por arte de magia, el crío
aprenderá a silbar y a chasquear los dedos. Al principio lo hará a horas
determinadas, normalmente al salir de la ducha, pero con el paso del tiempo
silbará y chasqueará a la menor ocasión que tenga, debido creo yo, a la fascinación que supone
seguir descubriendo que su cuerpo es pura música y que la infancia no es más que una
continua clase de solfeo que no acabará nunca.
Muy raro todo.
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