domingo, 11 de marzo de 2012

La zona (I)

He de decir que siempre he pensado en la razón como el único camino hacia la verdad absoluta, si es que ésta existiese, y que la lógica experimental basada en la experiencia es el arma más poderosa para conquistar metas en apariencia insalvables. Por este motivo y no por otro, debo confesar que no me es fácil hacer públicos los hechos que a continuación se detallan, hechos que provocaron la revisión de mis más profundas convicciones y que, por su naturaleza inexplicable, despertaron en mí una absoluta e inquietante sensación de desazón que iba más allá de lo que mis conocimientos podían explicar.

Mi decisión de estudiar psicología responde no a una mera tradición familiar, como hubiera sido lógico suponer, sino a una fuerte vocación impulsada por una curiosidad innata y un fuerte anhelo de conocimiento del cerebro humano. Los mecanismos del pensamiento, la conversión en ideas de las percepciones sensoriales, la comprensión del miedo, las causas y consecuencias de la tristeza y de la euforia así como de la titánica fuerza de la pasión y el amor, eran mis leit motive superando con creces a la más natural de las razones de subsistencia o al más que justificable deseo de abrirme camino en el mercado laboral. Sin menospreciar las bendiciones de  una cierta aptitud para el estudio, esta peculiar y sincera aspiración bien podría haber sido la culpable de un expediente académico que rozaba la perfección.

El Dr. T. era  el encargado de dirigir mi tesis de postgrado. Desde el primer año de estudio sentimos cierta afinidad el uno por el otro. No puedo decir que compartiera sus métodos, más bien todo lo contrario, pero nuestros objetivos eran comunes: conocer, comprender y, luego, curar. Rondaría el medio siglo cuando nos conocimos y arrastraba ya tras de sí veinticinco años de experiencia docente y de investigación infatigable que, cara virtud, convertía en humildad y simpatía ante todo aquel que lo requiriese. Ese carácter afable y generoso le granjeó la simpatía del mundo académico en la misma medida en la que sus métodos poco ortodoxos le negaron su respeto y reconocimiento.  Este último contratiempo, justo es decirlo,  no parecía incomodarle lo más mínimo. Poseía una de esas expresiones bonachonas que sólo parecían poder encontrarse en personas con cierto sobrepeso, hablaba un  castellano casi perfecto siendo el ejemplo viviente de la facilidad con que los europeos del este aprenden una lengua extranjera y, al escuchar, peinaba con su mano derecha una perilla de pelo cano síntoma este inequívoco de interés y atención. Si bien para aquellos que trataron su persona de forma superficial podía pasar desapercibido cierto rasgo de su carácter, no lo hacía para aquellos otros que, como yo, mantenían con él una relación más estrecha y continuada: El Dr. T. nunca hablaba de su pasado. Había desarrollado una habilidad extraordinaria a la hora de encaminar las conversaciones que se acercaban a esa cara oculta de la luna  que constituía la época anterior de su llegada a España.

Como he dicho anteriormente, nuestros métodos no eran precisamente compatibles. No pretendo aburriros con los detalles más pintorescos de su modus operandi pero, al igual que ya he comentado mi férrea convicción en el razonamiento 'a posteriori' siguiendo la línea aristotélica en la cual el origen de las ideas provenía de una serie de experiencias y de su posterior análisis, debo comentar que mi apreciado Dr T. razonaba 'a priori' asumiendo que las ideas estaban preconcebidas creando así lo que se ha dado en llamar alma y que su comprensión las despojaba de su halo místico pasando a un orden terrenal y humano siguiendo una concepción platónica del mundo. No es de extrañar, por tanto, que a lo largo de los años mantuviéramos grandes discusiones que fortalecieron nuestra rivalidad y, al mismo tiempo, nuestra amistad.

Una tarde, durante el transcurso de una de estas discusiones en su despacho, fuimos interrumpidos por la repentina aparición de G. Irrumpió en la estancia bajo un evidente estado de agitación sofocado súbitamente al percibir mi presencia allí. El Dr.T. realizó las presentaciones pertinentes sin esforzarse demasiado en ocultar la premeditación existente tras aquel encuentro para, posteriormente, intercambiar unas palabras con nuestro misterioso intruso que éste pareció acoger de buen grado. Si bien hasta ese momento no habíamos sido presentados formalmente, cierto era que su rostro no me resultaba del todo desconocido, pues raro era el día en el que no se le veía vagando por el campus sin rumbo fijo. Y digo vagando pues no encuentro una palabra que defina mejor aquella sinuosa forma de caminar. Lo hacía despacio con las manos unidas detrás de la espalda y la mirada fija en el suelo persiguiendo un punto imaginario que invariablemente le llevara un par de metros de ventaja y que cada poco tiempo corrigiese su trayectoria obligando a su perseguidor a cambiar de dirección, describiendo de esta forma un curioso zig zag similar al de aquel que hubiese bebido más de la cuenta. Su ya de por si misteriosa apariencia, se veía reforzada por casi dos metros de altura y una delgadez tan extrema que parecía hacerle susceptible de volar a merced de cualquier racha de viento que tuviera a bien producirse, tal era la imagen de fragilidad que ofrecía. De frente prominente, nariz aguileña protuberante en exceso,  tez pálida casi cadavérica y ojos eternamente cansados, su aspecto físico nos mostraba la certeza de haber conocido tiempos mejores a pesar de su juventud, pues no superaba la treintena.

Mis posteriores investigaciones sobre este peculiar personaje no hicieron más que aumentar mi curiosidad. Sus padres fallecieron en un accidente de avión hace ya casi una década, no tenía familia  ni amigos conocidos y, aunque sin alardes, disfrutaba de una envidiable situación económica fruto de una más que generosa herencia familiar que le permitía vivir sin las ataduras propias de una labor profesional.  A pesar de su lúgubre aspecto,  su conversación era interesante y amena. Hablaba cuatro idiomas y demostraba una sobrada preparación en historia y filosofía, conocía con increíble precisión la vida y obra de personajes tan variopintos como Hitler, Mozart, Rasputín, Calígula, Van Gogh, Poe o Nietzsche por nombrar los más relevantes, y hablaba sobre ellos con la autoridad y seguridad que otorga el conocimiento más extremo. Me resulta difícil describir la transformación que sufría su rostro cuando lo hacía, sus ojos se hacían más grandes y se iluminaban, no a la manera habitual reflejando la luz existente sino ¿cómo decirlo? desde dentro, utilizando una luz propia. Apretaba la mandíbula y gesticulaba con pasión mientras su voz se volvía más grave, enérgica y convincente para, al terminar, volver de nuevo a su estado habitual de languidez y cansancio.

Es ahora, con el paso del tiempo y la perspectiva que da la distancia, cuando percibo con claridad el hilo que conecta a los personajes mencionados por G. y que, en su momento, no supe apreciar.

Quizá calificar de obsesivo el interés que el Dr. T. mostraba hacia G. sea un exceso por mi parte aunque no estaría más alejado de la realidad que definir como dependiente la relación recíproca. En ocasiones era nuestro lánguido y misterioso amigo quién entraba en el despacho del Dr. T. y permanecía allí durante largo rato, en otras el buen doctor era recibido en su propio domicilio. No tardé mucho en conocer la verdadera naturaleza de tales encuentros. Ya he mencionado la holgada situación económica de la que G. disfrutaba y de todos es ya conocido su endeble estado de salud cuyas causas eran aún ignoradas por mí, por estos motivos no me resultó sorprendente la oferta que recibió el Dr. T. de su persona, pero sí me llamó mucho la atención el que éste accediera a su petición convirtiéndose en su médico particular durante todo el tiempo que su labor académica le permitiera. Ese asombro inicial provocado por el hecho de que T. sacrificara el tiempo dedicado a la investigación y al estudio que sabía tanto apreciaba,  y la preocupación porque dicha decisión pudiera desviar su atención de mi tesis, dieron lugar a la más absoluta perplejidad al ser informado de los males que afectaban a nuestro común amigo y que tanto le interesaban.

No resultará  difícil comprender el demacrado y lamentable estado de G. si afirmo que llevaba años sin dormir. Cuando digo sin dormir, no me refiero a la recurrencia de pesadillas o al molesto pero tratable insomnio sino a algo que, a falta de una definición mejor, podríamos llamar 'alergia al sueño'. Me fue posible constatar en cierta ocasión los estragos que un profundo letargo le provocaron, si bien debo manifestar mi absoluta incapacidad para diagnosticar tales síntomas: la actividad cerebral se multiplicaba por diez si la comparamos con la existente en su estado normal, el corazón se desbocaba llegando a ciento cincuenta pulsaciones por minuto y, como consecuencia, se sucedían una serie de violentas convulsiones que, de no ser porque se encontraba maniatado por muñecas y tobillos, habrían acabado por llevarle al suelo y, por sorprendente que pueda parecer, él no despertaba.

Cualquier prueba posible  realizada en los circuitos habituales dedicados al tratamiento de los trastornos del sueño ya le había sido practicada infructuosamente y resultaba llamativo el hecho de que las lógicas consecuencias psicológicas que tal estado prolongado en el tiempo deberían haber producido no se manifestaran en absoluto y, sin embargo, las físicas fueran tan evidentes.

Unos días más tarde de haber vivido tan impactante experiencia,  fui invitado por el Dr. T a pasar un fin de semana en un lugar apartado de la Sierra de Gredos en compañía de G. Pensé en la conveniencia que el aire fresco y la bondad de la montaña tendrían sobre su estado de salud y, por qué no decirlo, sobre el mío propio así es que no me pareció en absoluto una mala idea y acepté encantado. Fuimos lo suficientemente aprovisionados como para no tener la necesidad de abandonar nuestro refugio durante el tiempo que durara la estancia. Y hoy, sólo hoy, cuando se dan las circunstancias adecuadas para ello, siento la necesidad de revelar los hechos que allí ocurrieron y que derrotaron con creces a mi natural escepticismo.


   

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