martes, 14 de febrero de 2012

El libro incompleto (II)

El libro incompleto (I)

Una vez fuera del ascensor, me encontré en un pequeño distribuidor que daba acceso a dos viviendas situadas una a cada lado. Entre ambas había un pequeño tramo de escalera que ascendía hasta una  puerta de chapa entreabierta a través de la cual penetraba la luz del sol. Recordé las extrañas palabras de aquella mujer “Hasta que no puedas subir más” así que atravesé la pequeña portezuela y me encontré en la azotea del edificio.
Ya en el exterior no pude evitar que la luz me cegara durante unos instantes, cuando me hube recuperado comencé a andar lentamente. El suelo estaba recubierto por pequeñas piedras de río por lo que, a cada paso que daba, mis pies emitían un sordo crujido que acababa con cualquier esperanza de sigilo que pudiera albergar.  El viento, a estas alturas, se entretenía chocando suavemente con  la estructura que albergaba las máquinas del ascensor así como con una serie de angostas chimeneas y torres de ventilación que, sin aparente orden, aparecían por doquier  aquí y allá, provocando un agradable silbido que subía y bajaba continuamente de intensidad.
Allí estaba, a unos pocos metros de distancia. La vi sentada, dándome la espalda, sus manos se apoyaban en el suelo y sus pies colgaban, temerarios, en el vacío. De no ser porque el viento jugaba con su pelo, hubiera podido pasar por una de esas gárgolas medievales que decoraban las fachadas de algunas iglesias. Su pelo era negro como el azabache y caía libremente hasta bien entrada la espalda.  Vestía un pantalón vaquero azul y una camiseta blanca de manga corta, a su lado había una mochila de color rosa de la cual se desprendía un cable que se perdía alrededor de su cuello, el sonido de la música que escuchaba llegaba hasta mí tan deformado que no pude reconocerlo. Se protegía la vista con unas gafas de sol oscuras, algo que, sin duda, yo también hubiese hecho.
Mientras me acercaba haciendo crujir el suelo a cada paso que daba, caí en la cuenta de que no tenía ni la más remota idea de lo que iba a decirle, después de haber dado la vuelta a mil situaciones posibles, me había dejado en el tintero lo esencial así que, al llegar cerca de su posición dije aquello que constituía la base del noventa y nueve por ciento de las relaciones de cualquier tipo establecidas a lo largo de la historia de la humanidad.
-       Hola

El efecto fue desalentador, no se movió un solo músculo de su cara (ni de cualquier otra parte de su cuerpo), desde donde me encontraba pude apreciar un rostro de facciones agraciadas, era una mujer guapa, de tez blanca, esbelta figura y, estimé, 1,70 de altura. Calculé que rondaba los treinta y cinco años,  eso es todo lo que pude sacar de ella. Información que, sin dejar de ser importante, no me satisfacía. Dicen que la mirada expresa lo que los demás sentidos intentan ocultar y, de momento, no parecía probable que me regalara una.
Superando mi temor a las alturas tomé asiento a su lado, a la suficiente distancia como para no invadir su espacio pero lo bastante cerca como para afirmar que no pensaba irme todavía. Mis pies, como los suyos, colgaban ahora del vacío. Volví a intentarlo:
-       Tengo algo que creo te pertenece.

Un casi imperceptible movimiento de cabeza me dio a entender que, a pesar de la música, había escuchado lo que decía. Alentado, continué:
-       Es un libro que, por azar, ha caído en mis manos. – Dije mientras jugueteaba con él entre ellas
Una leve presión de su dedo sobre el reproductor situado en su mochila hizo que la música se desvaneciera, tan sólo el lejano rugir del tráfico y los silbidos del viento se oían ahora. Giró el cuello levemente y levantó la mirada hacia el cielo como si despertara de un profundo sueño. Su semblante seguía serio. No aprecié en su actitud nada que  justificara en modo alguno la sensación de seguridad y confianza que yo sentía, era como si una voz interior hablara por ella y me dijera en un susurro “Sigue…”
-       Creo que sabes qué libro es, aunque nunca hayas terminado de leerlo.

En ese momento retrocedí y apoyé mi espalda en una de aquellas chimeneas que surgían del suelo, aun hoy sigo sin comprender por qué hice lo que hice. Siempre he considerado la empatía como una cualidad cara, difícil de llevar a la práctica salvo en presencia de determinadas personas que, como las emisoras de radio, conviven en frecuencias compatibles  y yo seguía los designios que me marcaba. Obedeciendo pues, a ese ‘sexto sentido’, abrí el libro por la página 87 y comencé a leer despacio, dejando que mis palabras surtiesen el efecto que se esperaba de un buen vino.
momo despertó y abrió los ojos.
tardó un poco en darse cuenta de dónde estaba. le trastornó un poco encontrarse en las gradas de piedra, cubiertas de hierba, del viejo anfiteatro. ¿no acababa de estar hacía unos momentos en la casa de “ninguna parte” con el maestro “hora”? ¿cómo había venido a parar aquí?’
Continué leyendo página tras página, de cuando en cuando realizaba una pequeña pausa y observaba la figura que tenía delante y, de alguna manera, supe que tocaba las teclas adecuadas. Supe que mis palabras no se las llevaba el viento, que cada una de ellas era un regalo agradecido, que entraban en su mente como gotas de agua sobre una esponja sedienta y quedaban allí atrapadas suavizando a su paso la expresión de su cara. Desde donde me encontraba pude apreciar en ella el tímido nacimiento de una sonrisa, fue como si una grieta se hubiese abierto en un mar de hielo, una grieta que crecía a cada segundo amenazando con destruir aquel reino blanco alentada por el calor que mi relato producía al chocar con sus sentidos.
Comenzó  a dibujarse dentro de mí una vaga idea, un atisbo de comprensión, débil, frágil, tan indefinido y sutil como la sombra de una sombra. El lienzo sobre el que se plasmaba ya no estaba en blanco.
El sol continuaba su marcha descendente y se situaba ahora casi frente a nosotros. El mismo que antes rechazaba cualquier mirada, las atraía ahora en la misma medida. Fue entonces, en una de mis pausas, cuando Ana se levantó y se apoyó en la chimenea, a mi lado.
-       Tienes razón, nunca pude terminar de leer el libro.

Habló en voz baja, casi en un susurro, sin levantar la mirada. Mientras tanto el dibujo comenzaba a vislumbrarse,  aunque aun se encontraba mucho más lejos de la certeza que de mi excitada imaginación.
Sus ojos seguían siendo un misterio insondable
Continué leyendo, manipulando de esta forma el estropeado mecanismo de un delicado reloj que empezaba otra vez a dar señales de vida:
Momo no sabía cuánto tiempo había pasado. El campanario sonaba de vez en cuando, pero Momo apenas lo oía. Muy lentamente volvía a su cuerpo entumecido el calor. Se sentía como paralizada y no sabía decidirse a nada’
Otra  pausa, cada una era una invitación, una provocación, una oportunidad. Aquel sol que comenzaba a ponerse atrajo de nuevo mi atención en una de ellas,  y por segunda vez, sus palabras rompieron el silencio:
-          Dentro de poco hará cinco años. No estaba preparada para aquello, nadie lo está. Caminamos por la vida confiados, sin ser conscientes de que un golpe de azar, una mala jugada del destino, puede cambiarla de repente y para siempre.

Sus palabras salían ahora sin temor, como si hubiesen estado largo tiempo esperando salir de su encierro.  Había frotado la lámpara de Las Mil y una Noches, agitado la botella de un buen cava y ahora el sabor amargo de su voz y la magia de su confianza llenaron cada rincón de mi espíritu.  
Sus ojos en cambio, seguían siendo un misterio insondable
-          No lo vi venir, -Continuó-, bajaba descontrolado en dirección contraria. El choque fue brutal. El impacto se produjo en la puerta del copiloto, el coche fue arrastrado carretera abajo, atravesó el quitamiedos y se precipitó hacia el río dando incontables vueltas de campana.

Mientras la escuchaba, la obra que mi misterioso pintor interior se afanaba en crear comenzaba a tener cierto sentido y yo me iba sintiendo cada vez más pequeño.
-         No era habitual, pero aquella noche fatal, no viajaba sola. ¡Cuánto hubiera deseado que así fuera! porque lo único que sobrevivió al accidente fue el libro que ahora tienes en tus manos y yo misma.

Hablaba lentamente, con una voz equilibrada y desapasionada, era el sonido de la lluvia sobre el suelo ya mojado, el rebotar de una maza sobre un corazón blindado. Nada había que decir que sus oídos no hubiesen escuchado ya. Guardé silencio, el mundo comenzaba a girar y, por unos momentos, los papeles se intercambiaron.  Dejé transcurrir un tiempo prudencial y entonces, solo entonces, decidí llevar a Momo un poco más cerca del final de su aventura.
‘Pero ahora las cosas eran de otro modo. porque ahora no querían alcanzar a la niña ni a la tortuga. Ahora las seguían tan poquito a poco como caminaban aquéllas. Y así también ellos descubrieron este secreto. Lentamente, las calles blancas detrás de las dos se llenaron con un ejército de hombres grises. Y como éstos sabían ahora cómo había que moverse, iban incluso más lentamente todavía que la tortuga, por lo que iban alcanzándola. Era como una carrera al revés, una carrera de lentitud…
No sabría decir cuánto tiempo transcurrió, pero su cabeza reposaba ahora sobre mi hombro y el día luchaba ya a brazo partido con la noche en una batalla que sabía perdida.
-          Mi mundo tal y como lo conocía desapareció, y yo lo hice con él. Las experiencias que he vivido me han enseñado que las crisis más importantes de nuestra vida requieren de decisiones rápidas y enérgicas porque la demora será ruinosa y yo sabía lo que tenía que hacer y cómo hacerlo, mi alma se iluminaba y todo mi ser se enorgullecía al anticipar el resultado de llevarlas a cabo. Sin embargo, no lo hice y lo dejé para el día siguiente, el día siguiente llegó y aumentó mi ansiedad por empezar a cumplir con mi deber, pero también lo hizo el deseo de retrasarlo y este deseo se hacía más irrechazable y fuerte a medida que pasaba el tiempo. Luché conmigo misma durante mucho tiempo, tanto se prolongó esta lucha que un buen día, al despertar, escuché las campanas de la iglesia repicando en póstumo homenaje por mi  felicidad. Es mi torbellino particular, mi gigantesco remolino de agua… Si fallas tu primer  intento de abandonarlo, si demoras la solución,  sólo una mano amiga podrá romper el círculo.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo, aquella historia, aun sin los detalles que no me costaba imaginar, superaba cualquier expectativa que pudiera tener. Continué escuchando en silencio, absorto, concentrado plenamente en sus palabras:
-          El dolor es un sentimiento duradero, el más duradero. Se aferra a ti como lo hacen las sanguijuelas, extrayendo poco a poco la vitalidad y la juventud de tu alma. La ilusión se apaga y la sensación de que nunca volverás a sentir y ser lo que una vez sentiste y fuiste se convierte en férrea convicción. Oscuridad y letargo, frío y apatía, desilusión y melancolía…

A estas alturas aquel sexto sentido (no sé de qué otra forma podría llamarlo) nacido  de la intensa mezcla de sensaciones y que se situaba más allá del entendimiento o del intelecto, aquella extraordinaria fuerza que había guiado mis pasos hasta este momento y dirigido las pinceladas de mi pintor interior, hizo que éste me mostrara  su obra con toda su crudeza. Me mostraba  mucho más de lo que aquellas palabras sugerían y de lo que yo mismo hubiese querido saber. Era el momento de terminar mi historia y así lo hice:
‘…
Lo cierto es que durante el largo recorrido nocturno me contó toda esta historia.
Cuando hubo terminado, los dos callamos un rato. entonces, el enigmático pasajero añadió todavía una frase que no puedo escatimarle al lector.

—le he contado todo esto —dijo—, como si ya hubiera ocurrido. también hubiera podido contarla como si fuera a ocurrir en el futuro. Para mí, no hay demasiada diferencia.

Supongo que se apeó del tren a la parada siguiente, porque al cabo de un rato me di cuenta de que estaba solo en el compartimento. Por desgracia, no me he vuelto a encontrar nunca más con el narrador.

Pero si algún día, por casualidad, vuelvo a encontrármelo, pienso hacerle muchas preguntas.

FIN
La noche había caído sobre nosotros sin apenas darnos cuenta, la luna me dio la luz necesaria para poder terminar de leer el libro y ahora, una vez finalizado, nos miraba y sonreía, expectante. Ella seguía recostada en mi hombro, inmóvil y en silencio. Flotaba en el ambiente una atmósfera de quietud, de calma, de suavidad, casi mágica y sus ojos, aquellos ojos, aun sin verlos, ya no eran un misterio insondable
-       ¿Recuerdas el gato de Chesire de Alicia en el País de las Maravillas? – pregunté
-       Sí, aquel gato invisible que nada se tomaba en serio
-       Exacto, la luna tiene hoy la forma de su sonrisa, me lo imagino materializándose como en el cuento sobre el tejado del edificio de enfrente.
-       Le preguntaría como salir del País de las Pesadillas.

Una sonrisa iluminó su cara y viajó a la mía como si del contagio de un bostezo se tratara.
-          Tienes razón. – le dije- El dolor es un sentimiento duradero…  pero sólo cuando los finales no son felices. Me gusta pensar que las emociones  son las dos caras de una moneda, que una persona para ser feliz hasta cierto punto, debe haber padecido hasta ese mismo punto, que aquel que no ha sufrido nunca, no ha sido nunca dichoso y que cuanto menos valor tenga esa moneda de la que te hablo, cuánto más pequeña sea, más nos pareceremos a una piedra. Nadie gozará más de la comida como el hambriento, ni de la bebida como el sediento, ni del descanso como el exhausto. Sólo hay que dar la vuelta a la moneda.

Coloqué el libro en su regazo y ella lo apretó contra su pecho, me recordó al reencuentro entre una mascota perdida y su dueño a punto de tirar la toalla.
-          Respóndeme a una pregunta – Continué - ¿Quién disfrutará más de una puesta de sol? ¿Aquel que nació sin ver y la contempla por vez primera o el que pudo disfrutarlas y ya no puede hacerlo?

No respondió, pero una lágrima comenzó a descender por su mejilla. Se incorporó y se quitó las gafas y, entonces, levantó la mirada, encogió las piernas y apoyó la cabeza en sus rodillas. Sus ojos eran el fiel reflejo de la preocupación y,  al mismo tiempo de la ilusión. Eran de un color verde claro, tan verde como lo puede llegar a ser un estanque de aguas cristalinas y tranquilas, bordeado por un denso bosque de nogales y castaños,  de esos  en los que uno, al mirarlo, puede apreciar el fondo hasta en los más mínimos detalles y, al orientar lentamente la mirada hacia la orilla opuesta no puede más que admirar la confusión de sus sentidos al no poder distinguir donde deja de ver el fondo y comienza a ver el reflejo verde de su entorno.  Realidad e ilusión en forma de hastío y anhelo de vivir, de resignación y rebeldía, de dureza y dulzura, de apatía y valentía… todo sensaciones con límites difusos
-          Siempre quise vivir al lado del mar – me confesó- . Hoy estaría sentada en la playa, cambiando el sonido de los coches por el de las olas, el sol se hubiese dormido tras el horizonte y no tras los edificios y tú habrías encontrado mi mensaje en una botella y habrías aparecido con ella entre las manos. Aun sin mar, sin playa, sin olas, encontraste mi botella... y la trajiste.

Nada más decir estas palabras se puso en pie y volvió a ponerse las gafas, recogió la mochila y me tendió la mano, me ayudó a levantarme y, sonriendo, la vi alejarse con una soltura y una agilidad que me dejaron helado, no tanto por el hecho en sí mismo, sino por la certeza de que aquellos ojos que tanto me habían dicho de ella, que tanto habían esperado a abandonar su escondite, que tanta curiosidad habían despertado en mí, no habían sido capaces de ver el sol ponerse, ni de apreciar la luna que ya había ascendido  alejándose como quién pone rumbo a casa al terminar la función, y por supuesto, tampoco habían sido capaces de terminar de leer la historia a la que yo había puesto un final…»

        -       Nunca más volví a verla Al, pero te puedo asegurar que aquella tarde viví el equivalente a  un lustro de vida ordinaria, y no cambiaría esa deliciosa sensación por cinco años de vida común.
Mil preguntas asaltaban mi mente, pero ya era tarde así que tan sólo formulé aquella cuya respuesta más me hacía falta conocer: 
-       ¿Crees que le sirvió de algo? – Le pregunté mientras apuraba de un trago el contenido de mi vaso

Se levantó del sillón y caminó lentamente hacia la ventana haciendo tintinear los hielos de su vaso al andar y, con la mirada perdida a través de ella me respondió:
-       Esa pregunta me la he estado haciendo durante mucho tiempo y ahora sé que sí. Sirvió y mucho
-       ¿Por qué estás tan seguro?
-       ¿Y tú me haces esa pregunta? Lo sé desde que un día, no hace mucho, llamaron a la puerta de mi casa y, al abrir,  vi a un desconocido  que traía un libro entre sus manos….

1 comentario:

  1. Esa imaginación tuya... cuídala. Que buen rato!!!! Habrá más?

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