- ¿Sabes? , hoy he estado pensando en ti, en las curiosas circunstancias en las que nos conocimos y que, aun hoy, ignoras.
- Recuerdo perfectamente ese día. Me acerqué a tu casa para…
- No – me interrumpió. – Esa es la parte que tú conoces, la punta del iceberg. Pero la historia se remonta mucho tiempo atrás... Siéntate Al, excavemos juntos la superficie y hagamos buen uso del hielo que extraigamos ¿o tienes algo mejor que hacer?
Estaría de más decir que obedecí, nunca me habían defraudado sus historias y menos aun lo iba a hacer una en la que yo, de alguna manera, iba a ser protagonista.
Y es que él es un tipo como ninguno que haya conocido, las tardes que pasamos juntos siempre hacían que el tiempo se encogiera, posiblemente fuera consecuencia del Cardhu “on the rocks” que fluía de las estanterías de su salón a nuestros vasos o de su inagotable manantial de sueños que no dudaba en compartir conmigo. Barba canosa de tres días, cabellos prematuramente blancos, desgarbado en el vestir y agrio de carácter, tan sólo diez años nos separaban aunque parece que él hubiera vivido ya muchas vidas. Solitario, taciturno en ocasiones, no era hombre de alocadas excursiones nocturnas y en su interior fluía la sangre de un soñador eterno. Su imaginación inquieta y su espíritu inconformista le daban un aire de niño grande. Reposaba ahora en ese sillón que hacía las veces de trono sujetando un vaso siempre lleno que usaba como bastón de mando. De esta forma tan propia, tan suya, comenzó a desgranar momento a momento, paso a paso, detalle a detalle la curiosa historia que me había llevado hasta allí…
«La mañana de aquel día no sabía muy bien donde dirigirme, era uno de esos domingos que pasarían a la historia de la mediocridad, o al menos eso creía. Mis pies se movían sin rumbo fijo por las calles de Madrid y me sentía como el capitán de un barco que usaba un dado como brújula para orientarse en un mar de gente cuyo destino parecía más estable que el mío. Nadie reparaba en mí y ese buscado anonimato me reconfortaba de alguna manera.
Aquel fin de semana había sido emocionante, intenso en experiencias y repleto de amigos nuevos y viejos. Un banquete servido en una mesa cubierta por un mantel amarillo, presidida por la despreocupación y al que tenían vetada su entrada los lamentos, las quejas y la autocomplacencia. Las penas bailaban por soleares y corrían el tinto y la cerveza.
Me veía a mi mismo observando a los allí reunidos, gente con la que había compartido grandes momentos, momentos que conservaba en mi mente como se conservan la orla de tu graduación en el instituto o aquellas medallas que reconocían tu habilidad con un balón entre los pies cuando aun no levantabas dos palmos del suelo. Cosas que siempre estarán contigo pero en las que rara vez reparas. Ese fin de semana aquellos objetos cobraron vida y se descolgaron de las paredes donde acumulaban el polvo de la indiferencia.
Recuerdo que, ensimismado en mis pensamientos, dejaba ya atrás la Plaza Mayor cuando una peculiar melodía captó mi atención, doblé la esquina buscando el origen de aquel sonido y, al hacerlo me encontré con un hombre de avanzada edad sentado a horcajadas en una silla de mimbre, frente a él tenía una pequeña mesa plegable cubierta por un tapete negro sobre el que se extendían en estudiada formación dos docenas de copas de balón. A su lado, una caja metálica reposaba en el suelo abierta como las fauces de un león esperando calmar su hambre a base de monedas. Tardé unos instantes en reconocer lo que escuchaba, era un fragmento de El Cascanueces de Tchaikovski y me asombró el hecho de que el mero contacto de las yemas de unos dedos con el borde del cristal extrajera de las copas el suspiro deseado con la intensidad adecuada, como si agradecieran de esa manera la sutileza del trato recibido. Las copas estaban medio llenas unas, medio vacías otras pero todas tenían su cabida en algún momento durante la vida de la pieza interpretada, esta idea me arrancó una sonrisa inconsciente que se vio interrumpida por los tímidos aplausos de los congregados alrededor del músico que agradecían de esta forma tan noble como inútil, el talento de aquel artista callejero. Rebusqué en mis bolsillos y encontré un par de monedas que deposité en la caja, en la cara de aquel hombre se dibujó una media sonrisa mientras inclinaba levemente la cabeza como diciendo: “Gracias por no aplaudir”
Más animado, continué mi camino escogiendo las calles al azar… Como te iba contando, les observaba con tal atención que todo lo demás parecía ralentizarse. Mis ojos actuaban del mismo modo que lo haría una cámara fotográfica: enfocando unos detalles y desenfocando el resto tratando de sacar esa instantánea que me hiciera ver más allá de sus sonrisas. Al cabo de un rato cuya duración no sabría precisar me convencí de que nada podría empañar aquel homenaje a los recuerdos. Dormiríamos poco porque ya estábamos soñando despiertos, despertando sueños dormidos en la noche de los tiempos. La certeza del despertar formaba parte de la magia del momento.
Casi sin darme cuenta, había llegado a la plaza de Santa Ana, la plaza era un hervidero de gente que abarrotaba las terrazas y disfrutaba de un sol de Junio que aun a esta hora no daba todo lo que podía. Me quedé un rato en el centro, estudiándolas, jugando a descubrir aquella en la que no me hubiese sentado en alguna ocasión, alguna novedad inesperada que me llamara la atención, pero no hubo suerte.
Enfilé el barrio de las letras con la impresión de ser una nota discordante, el caudal humano bajaba con una celeridad que yo no estaba dispuesto a respetar. Me veía a mí mismo como la rueda de una noria de agua que se negara a trabajar al ritmo que la corriente que la impulsaba le imponía, y creara uno propio más lento, más pausado, más de domingo… Me preparaba a mi manera para cruzar otro puente, otro de esos puentes imaginarios que unen dos momentos plenos, vitales, felices. Nunca sabía que distancia tendría que recorrer sobre ellos ni el tiempo que tardaría en hacerlo y me preguntaba si la felicidad consistía en aprender a construir puentes más cortos o, si por el contrario, el secreto estaba en la forma de atravesarlos para así hacer que su longitud careciese de valor. Me sentía como aquel reloj de Papini que sólo daba señales de vida a las siete de la tarde y sólo a las siete de la tarde se sentía en comunión con el mundo, formando parte de él. A mí me acababan de dar las siete y cinco… Esta extraña idea de felicidad por capítulos me provocaba una incómoda sensación de desasosiego y apatía. Agradecí entonces que, al llegar al Paseo de Recoletos, el sonido de los coches la expulsara de un plumazo.
La feria del libro atraía a todo tipo de visitantes: ávidos lectores de corte intelectual, cazadores de best-sellers, románticos sin cura, caza autógrafos… Familias enteras deambulaban por los puestos con más ánimo, intuía, de cotillear y pasar el rato que de adquirir enciclopedias. Los puestos se situaban a lo largo de las dos orillas del atestado paseo, cada uno de ellos tendría unos cuatro metros de ancho por cerca de tres de fondo. En la zona delantera, disponían de un mostrador horizontal que permitía a los visitantes hojear cada volumen ante la atenta mirada del librero, tanto las paredes laterales como las posteriores estaban forradas de libros ansiosos por contar sus secretos a quien quisiera escucharlos. En la parte superior un saliente a modo de tejadillo ofrecía a los clientes sombra en días calurosos y protección frente a la lluvia si, como era habitual, hacía acto de presencia durante la feria y, a modo de corona, cada puesto mostraba orgulloso un número identificativo sobre fondo azul en unos casos y rojo en otros.
El 114 parecía un puesto distinto por varias razones. Para empezar era el único construido en madera lo que le confería un punto de rústica humildad si lo comparamos con el plástico endurecido de sus vecinos, estaba pintado en tonos rojizos frente al pulcro e impersonal blanco roto que lucían éstos y su tamaño era sensiblemente menor. Los libros que allí reposaban, a pesar de haber sido ya leídos en alguna ocasión, o quizá debido a ello, tenían un encanto especial. Me aproximé para echar un vistazo, el olor a rancio del papel viejo mezclado con el del cuero de las tapas repujadas de algunos ejemplares me cautivó, comencé examinando de izquierda a derecha: libros y cuentos infantiles seguidos por milenarias recetas de cocina, luego religiosos, autoayuda, fantasía… Mi mano derecha pasaba sobre ellos mientras leía los títulos impresos en los lomos, se entretenía algo más sobre aquellos que ya había leído dándome tiempo a recordar su historia si es que quedaba algo que mereciese la pena conservar. De repente, se detuvo como lo haría la varilla de un zahorí al descubrir un pozo de agua subterránea, el libro que llamó mi atención era una edición de bolsillo de Momo, de Michel Ende... Lo cogí y comencé a pasar hojas lentamente, nada tenía de especial aquel libro salvo el hecho de que aquí y allá aparecían anotaciones en sus márgenes, frases sueltas escritas con una letra firme, decidida y, hubiese jurado, femenina. Durante un buen rato me entretuve leyendo esas notas siempre vitales y optimistas que daban un valor añadido a la historia y observando los fragmentos subrayados que me hacían recordar al mismo tiempo como me sentía yo al leerlo por primera vez. Hasta que, de repente, en la página 87, las anotaciones finalizaron.
La última frase escrita era distinta a las demás. Estaba ubicada en la zona inferior de la hoja, su tamaño era mucho más grande que todas las anteriores, su trazo era indeciso y no mantenía para nada la horizontalidad de sus predecesoras, tanto es así que invadía buena parte del texto impreso. Daba la sensación de haber sido realizada bajo un estado de gran cansancio o somnolencia. Como si de un grito entre dos montañas se tratara, había dejado su eco en las páginas posteriores, tal fue la fuerza ejercida contra el papel al escribirla. Decía así:
“A quién lo lea, ya no me queda tiempo, todo lo que tenía lo invertí y, fatal destino, lo perdí.”
Desde este punto hasta el final del relato, el libro aparecía impoluto.
Ya me conoces bien. La curiosidad empezaba a adueñarse de mi voluntad y sabes que cuando esto sucede, suele vencerla. Ansioso, revisé de nuevo el libro y, en la primera página, como escondido de ojos indiscretos, descubrí lo que quería y que, hasta ese momento, me había pasado desapercibido. En la esquina inferior derecha, aparecía un nombre y una dirección
“Ana de la Roda Hidalgo. C/Montesa nº 3”
No necesitaba más…
En ese momento me percaté del nerviosismo que empezaba a apoderarse del librero, éste era un señor de avanzada edad parapetado tras una poblada y blanca barba que no paraba de dar caladas a una pipa mientras leía el periódico y me miraba de reojo. Si en ese momento hubiera sonado un teléfono y él hubiese contestado la llamada desapareciendo de mi vista, hubiera salido corriendo con el libro tal y como Bastian hizo en la librería del señor Koreander. Pero no ocurrió y, en su lugar, dando un merecido descanso a su pipa, me preguntó:
- ¿Vas a llevártelo?
- Sí. – Respondí inmediatamente.
Me sorprendí a mi mismo con un ‘sí’ que salió sin avisar, sin pensar. Y es que, cuando el misterio es demasiado grande, no es posible ignorarlo. Pagué al librero los cinco euros que me pidió y seguí mi camino sin entender aun del todo qué hacía con ese libro en la mano.
La una del mediodía, a pesar de las pocas horas de sueño y de no haber desayunado, ni el cansancio ni el hambre habían hecho acto de presencia aun. Me senté en el primer banco vacío que pude encontrar y traté durante largo rato de racionalizar lo que, impulsivamente, ya había decidido hacer. ¿Quién sería aquella persona? ¿Qué le habría ocurrido? ¿Por qué un cambio tan radical de actitud?. Localicé en la primera página la fecha en la que aquella edición fue impresa, habían pasado cinco años. Resultaba probable, por tanto, que aun mantuviera su domicilio de entonces. Además, si había algo que a mí me sobraba aquel día, era precisamente aquello de lo que ella afirmaba carecer: tiempo. Una tras otra fui desgranando las razones que me llevarían a buscarla mientras, inconscientemente, rechazaba aquellas que me recomendaban lo contrario. De esta manera, a través de extraños procesos mentales que a ti ya no deberían sorprenderte, impulso y razón se dieron la mano y, juntos, se levantaron de aquel banco emprendiendo un camino que no existía y que, nunca mejor dicho, se hacía al andar.
Bajé hasta la estación de Atocha, una sombra de duda planeó sobre mi cabeza al percibir que el tren que entraba en ese momento en la estación era el que debía coger para llegar a casa, por un momento pensé en olvidarme de todo y comenzar a atravesar el puente que ya aparecía titánico y grotesco ante mí. No lo hice.
Al cabo de media hora me encontraba paseando por la calle Goya, cerca de mi destino. Recuerdo aquel trayecto como caminando por una nube, nada de lo que me rodeaba parecía tener importancia, los sonidos llegaban hasta mí amortiguados y mi atención giraba únicamente alrededor del libro que sostenía y de sus misteriosas anotaciones, anotaciones que fui consumiendo una a una a cada paso que daba. Mi caminar era el pedaleo constante del ciclista que, mientras sube la montaña, encuentra su ritmo y sabe que nada podrá impedir que culmine el ascenso.
Giré a la izquierda en la calle Montesa y, al momento, me encontré de bruces con el edificio que buscaba. Se trataba de un edificio de cinco plantas con fachada de ladrillo. Resultaría uno de tantos de no ser por la esquina orientada al este cuyos ventanales con formas redondeadas parecían querer salir de su estructura original desafiando a su manera la ley de la gravedad. La entrada al mismo estaba formada por dos puertas acristaladas, la más pequeña situada a la derecha iba destinada al personal de servicio y descendía directamente a los sótanos del edificio, la más grande comunicaba con el vestíbulo de entrada. Agradecí que la puerta estuviera abierta ya que, de no ser así, no hubiera sabido a qué piso llamar. El vestíbulo era una estancia amplia, a mi derecha grandes plantas de interior hacían las veces de tabique e impedían observar las escaleras de servicio que descendían a su espalda, a la izquierda un gran espejo a media altura ocupaba gran parte de la pared. Al fondo aparecían las puertas de un viejo y destartalado ascensor así como el mostrador de conserjería. Toda la estancia tenía las paredes forradas en madera oscura, aquí y allá aparecían apliques de pared que iluminaban cuadros de pequeño tamaño, era una decoración clásica que me hacía pensar que allí habitaba gente de avanzada edad indiferente ya al correr de los tiempos y, lejos de tranquilizarme, esta idea me inquietó bastante
Me acerqué al mostrador, no había nadie. Las escaleras de subida se situaban a la derecha del ascensor y, debajo de estas, parecían estar los buzones de los pisos. Hacia allí me dirigía cuando, de repente, una voz apremiante me preguntó qué deseaba. Detrás de mí apareció un hombre de mediana edad, escaso pelo y muy poca estatura. Su voz, aunque amable, dejaba entrever cierta contrariedad. Iba ataviado con un traje gris, camisa blanca y corbata negra todo de una talla superior a lo debido. Sobre la solapa de la chaqueta, una tarjeta identificativa me hizo saber que su nombre era Felix. Lo absurdo de mi presencia allí, su timbre de voz, su aspecto y la brusquedad de su aparición me obligaron a realizar un gran esfuerzo por contener la risa.
Cuando me hube librado de aquella tentación pregunté a aquel hombre por Ana de la Roda, al hacerlo su rostro se endureció y, no conforme con lo que escuchaba y veía, continuó indagando por mis intenciones. Aquella reacción me sorprendió y comencé a titubear lo que provocó que su desconfianza aumentara y, en ese momento, justo cuando pensaba que iba a echarme de allí con cajas destempladas, las puertas del ascensor se abrieron. Una señora elegantemente ataviada apareció ante nosotros e hizo gala de aquella curiosidad natural que, con la edad, se va haciendo cada vez más impudorosa. Su mirada desprendía, no obstante, cierto aire de inteligencia. Delgada en extremo, zapatos de tacón alto, cabello con tinte amarillo, de sus manos y cuello deduje que su edad era más avanzada de lo que cabría suponer.
- ¿Ocurre algo Felix? - Preguntó
- Este caballero desea ver a Ana de la Roda.
En ese momento me vi sometido a un riguroso y descarado examen por parte de cuatro inquisitivos ojos que mostraban, a mi entender, más celo de lo que la profesionalidad o la curiosidad por lo ajeno exigía. Los ojos de la señora me escanearon de abajo a arriba y, hubiese jurado, se detuvieron un instante al apreciar el libro en mis manos, desde ese punto y sin ningún entretenimiento más, buscaron directamente los míos y allí se quedaron durante un tiempo que a mí me pareció una eternidad. Mantuve como pude su mirada, la situación era tensa y Felix dio fe de ello con un sonoro carraspeo…
- Arriba, hasta que no puedas subir más. – Dijo a aquella mujer como despertando de una sesión de hipnosis.
- Ten cuidado. – Añadió
Dicho esto, continuó su camino como si nada hubiera pasado y se perdió calle abajo. Abrí la pequeña puerta doble de aquel ascensor dispuesto a subir no sin antes despedirme del pequeño portero, intención esta que no pude llevar a cabo pues había desaparecido con la misma habilidad con la que había hecho acto de presencia. Cerré y pulsé el número cinco con un creciente y ya imparable cosquilleo en el estómago. Mientras ascendía tenía la extraña certeza de que aquel libro había sido la llave que me había permitido llegar a la última parada de aquel extraño viaje.
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